La actual Unión Europea es una institución supranacional que nace bajo el pretexto de una unión económica entre países de Europa Occidental. Se fragua bajo el nombre de Comunidad Europea del Carbón y del Acero, con afán de reconstruir los países asolados en la Segunda Guerra Mundial, y como un tratado de paz.
Sin embargo, con el paso de las décadas, esta institución fue mutando a una especie de engendro dirigido hacia los intereses de Francia y Alemania, y para subyugar al resto de países de la Unión. Diferentes tratados han ido actualizando el pacto económico originario para fagocitar países, y aumentar la influencia sobre éstos, no sólo en el plano económico, sino también en el político.
Con carácter previo a la entrada en la UE, está documentado que Alemania ya comenzó su injerencia hacia la política española desde «la transición». A todas luces, esto consistió en un pacto entre la socialdemocracia alemana y los nuevos aventureros del PSOE, con el objetivo de aupar a Felipe González al poder y homologar así el régimen de 1978 como un sistema liberal. A cambio, España subordinó su política, en un primer momento destruyendo la industria y buena parte de los sectores capitales, incluida la producción energética.
Felipe González afirma que la reconversión industrial «es fundamental para nuestra puesta al día» con Europa.
Poco a poco, España continuó elevando su grado de sumisión a las potencias extranjeras bajo el pretexto de la UE, cediendo incluso la emisión de moneda. Dada la precaria situación económica, el régimen de partidos español sólo puede hacer funcionar al Estado bajo la emisión de deuda, en un cambalache de bancos y fondos de inversión.
Pero hay más, la UE no sólo descapitaliza la política de los países subyugados a ella, sino que además los pisotea, en especial a España. ¿Dónde está esa asociación para la paz en que los países aliados acogen a delincuentes perseguidos por la ley? Así es, Puigdemont no sólo ha recibido el cariño del Parlamento Europeo, sino que además se ha paseado por un puñado de países aliados que no sólo no lo han detenido, sino que lo han apoyado.
También cabe destacar el uso torticero que se hizo de esta institución por parte de las oligarquías europeas en la venta de vacunas experimentales, bajo el pretexto de una alerta sanitaria. El marido de la presidenta de la Comisión Europea trabaja para farmacéuticas, y se firmaron contratos multimillonarios bajo la causa de la sanidad pública, ocultando conflictos de intereses, amén del propio contrato.
Y además, terminada la crisis sanitaria, una institución creada en las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, y bajo el amparo de la reconstrucción económica y la paz, hace de ariete de los Estados Unidos de América y violenta la política exterior rusa, con la pretensión de estrechar el cerco otanista a Rusia, pero en el fondo rompiendo el vínculo natural entre los países de la península europea y Rusia. La voladura del Nord Stream escenificó la ruptura de aquella unión y el comienzo de hostilidades entre las partes —que se ha materializado en Ucrania con la muerte de cómo poco, decenas de miles de personas—.
Podríamos seguir ahondando en las medidas aparentemente absurdas que los oligarcas europeos, amparados en aquella institución, hacen sufrir a los súbditos europeos: el cese de producción energética, el castigo a la producción alimentaria, la destrucción de la industria automovilística, los tapones de las botellas… Un sinsentido para cualquier ciudadano, pero que, una vez analizada la política formal de las partes, se entiende que la UE se haya convertido en el pretexto del mantenimiento de los intereses de la oligarquía.
Como si no fuera suficiente castigo para los súbditos, aún llega el último suplicio: soportar a una panda de aventureros oportunistas que piden el voto para arreglar lo anterior citado y más. No sólo se trata de que la arquitectura de la UE impide la elección directa de candidatos, o de que el Parlamento Europeo es una institución inane al servicio de las oligarquías —igual que el Congreso español—, sino también de que los recién llegados tienen poderes especiales para subvertir al establecimiento conformado durante décadas con sus propias reglas, una vanidad solamente justificada en el más puro oportunismo.
Lo siento, pero no. No hay presunción de inocencia (política) para los mandatarios de la UE, ni para la oligocracia española, ni para los nuevos aventureros vanidosos que vienen a arreglar las cosas a base de redes sociales. Tampoco es inocente aquel que, a sabiendas del daño que le están haciendo, refuerza con su voto a la mano que le castiga.