En el edénico estanque de nenúfares y savia ciudadana, rodeado por los más bellos y exquisitos frutos de la nación, viven sus mágicas existencias, los únicos sujetos políticos admitidos en el Olimpo estatal; las clases dirigentes de los partidos integrados en el Estado. Sus vidas y ocupaciones, nada tienen que ver con los intereses y tribulaciones que preocupan al común, los asuntos terrenales carecen de importancia para ellos. Sus aspiraciones trascienden las más grandes ambiciones de los gobernados porque, la fuente del poder de su magia, se encuentra en el Estado. Éste, a la manera trotskista, se halla inmerso desde el siglo XVII, en una revolución permanente de sí mismo, haciendo crecer sin pausa, su enorme poder sobre la casta inferior de los simples. Cuanto más grande e implacable es su poder, más ambicionado. La dominación del Estado sobre la nación se ha consumado, de forma sibilina e incruenta, con una sofisticación nunca antes alcanzada, en el Estado de partidos. Decía Antonio García-Trevijano que suponía un error confundir lo totalitario con el totalitarismo. Lo totalitario admite libertades personales, casi todas. Pero, proscribe la libertad política colectiva, la única que rompería el sortilegio y acabaría con las vidas mágicas de los exclusivos propietarios del paraíso estatal.
El medio que utilizan los aspirantes a la mayor tajada en el despiece, es el de proyectar una falsa -por inexistente- diferencia con sus competidores, atrayendo al mayor número de fieles de entre los gobernados, mediante la identificación de éstos con la vitola ideológica del partido que, desde el Estado, salmodia el ensalmo.
Su fabuloso poder, ya engulló en toda Europa a los partidos civiles, convirtiéndolos en tentáculos de un solo cuerpo estatal.
Tras la caída del muro de Berlín, Francis Fukuyama profetizó primero el fin de la historia, para corregir después transformando este aserto, en el fin de las ideologías. En cierto modo no le faltaba razón, todas las ideologías han devenido una sola, la del Estado. Toda ideología posible, vieja o nueva, tiene su origen y final en el Estado, manan de él y vuelven reforzadas a él mediante la legitimización del voto, apariencia de poder ciudadano que cambia una facción de la misma oligarquía, por otra.
Las ideologías clásicas, carentes ya de su esencia, se acomodan a los acontecimientos del momento, modificando y pervirtiendo su significado para mayor gloria y poder del papelero que enarbola el símbolo. Las nuevas, cubiertas con el armiño de las transformaciones sociales y la modernidad, tienen la novedad de apelar al sentimiento, sobre el que acabarán legislando. Pero son igualmente falsas, porque tales cambios sociales tienen su origen en el Estado y no en la sociedad, su finalidad es la integración de las masas sociales en él. Sindicatos, asociaciones patronales, partidos, organizaciones, fundaciones, «todo en el Estado, nada fuera del Estado», cada uno con su distintivo de oxímoron político y corrupción.
De los partidos y sus ideologías no queda más que la vitola, una marca comercial sugerente y un producto vistoso para los confundidos nefelibatas consumidores de la mentira política, que necesitan creer que entonando la antífona correspondiente a cada salmo declamado desde los púlpitos estatales, encontrarán un punto de apoyo en el campo de Agramante en que han convertido su ideología. Pero los engañan una y otra vez, votación tras votación, tergiversando y poniendo en almoneda el catecismo ideológico que aparece en la colorida vitola, todo por el superior fin de conseguir o mantenerse en el vergel glorificado del Estado.
La nueva relación del ciudadano con los partidos y sus ideologías, es puramente sentimental, la militancia ha dado paso a la identificación integradora y a la ideología mágica.
Antaño, la clase política tenía formación, y no es que fueran menos codiciosos o deshonestos, pero al menos, algunos gozaban de una autoridad natural asentada en la experiencia y la cultura. Hoy, ya no es necesario. El lenguaje culto, las intervenciones inteligentes y las buenas formas, han dado paso a la grosería de la clase política actual, compuesta salvo contadas excepciones, por vividores chabacanos y maleducados, sin ningún oficio o profesión conocidos, sin ninguna experiencia vital, que medraron en los partidos humillándose ante el líder y humillando a los que estaban en el escalafón inferior, su cultura política no va más allá del vocerío de sus proclamas y del empleo de refinadas técnicas de manipulación, con el objetivo de alcanzar mediante su poder, la autoridad natural de la que carecen. Pero la lección magistral, la han comprendido todos. El Régimen del 78 tiene su fundamento en la traición y la impostura, ellos lo saben y lo aplican, lo vemos a diario y sorprenderse sería necedad.
En el Estado de partidos, cualquier cuota de poder, les permitirá vivir vidas mágicas.
Muy bueno, felicitaciones por tan claro análisis.
Un análisis brillante y evidente; y a la vez escandaloso para todo aquel infectado por la confusión del régimen del 78. Enhorabuena. DIOS les bendiga.