Sostenía Luis Zarraluqui Sánchez-Eznarriaga en su libro Con la venia y sin ella (La Esfera de los Libros, 2001) que el abogado no se hace sino que nace. Según el prestigioso matrimonialista, la oratoria, la redacción coherente y las técnicas de convicción, son precisamente eso, técnicas que se pueden aprender a poco que se ponga empeño. Sin embargo, la capacidad de discusión, el escepticismo frente a todo dogma, la curiosidad y, en definitiva, el espíritu litigante, serían cualidades innatas sin las que la técnica más depurada aprendida es inútil. De ahí que se trate de una profesión vocacional. Un abogado técnico carente de estímulo natural al litigio es, como San Manuel Bueno, un cura ateo.
Motivos para el elogio del abogado joven no faltan en los tiempos que corren. La configuración del letrado como simple colaborador de la Administración de Justicia ha acabado con su prestigio profesional. Por otro lado, la masificación y corrupción universitaria en los estudios de leyes han generado una oferta de licenciados sobresaturada con una competencia económica brutal. El chantaje de la Administración Corporativa en forma de colegio fustiga al joven letrado exigiéndole mil cursos y créditos para acceder a un turno de oficio mal pagado y con un retraso endémico en el cobro de haberes que en nada se corresponden con la exigible calidad de la Justicia Gratuita.
Por si fuera poco, los nuevos planes de estudios y la ley de acceso a la profesión ponen más barreras que saltar y que disuaden a muchos de los aspirantes a abogado. Se impone por un lado una rivalidad brutal con quienes solo de refilón han cursado algunos estudios superficiales de derecho y, por otro, unas pruebas de capacitación sin sentido que, además de crear una nueva suerte de siervos de la gleba de los grandes despachos, no garantizan la deseada experiencia procesal. Experiencia que a lo largo de la historia de la abogacía española se ha alcanzado a través de la voluntariedad que presupone toda profesión vocacional en formas propias y espontáneas de iniciación no regladas administrativamente como ha sido la pasantía. Grandes juristas y prestigiosos abogados se han forjado en nuestra nación a lo largo de la historia sin necesidad de la imposición de este MIR del derecho, tan insensato como lucrativo para escuelas de práctica jurídica y grandes despachos con máquinas de café a las que ir y venir por un puñado de créditos.
El abogado joven es una especie digna de admiración. Vaya pues desde aquí la consideración de quien suscribe. Si su ilusión sobrevive a estos y más obstáculos, se dará cuenta que sólo la libertad política y la acción humana destinada a su consecución, la república constitucional, conseguirán la dignificación de la profesión. Y por fin abogará como miembro de pleno derecho de la jurisdicción mediante su participación en el cuerpo electoral de la Justicia independiente y separada en origen con voz y voto en los designios de la matrona de la balanza.