Administración Pública

¿A quién sirve una administración pública en el Estado de partidos?

La pregunta puede parecer retórica. Constitución y leyes, estatales y autonómicas, no se cansan de repetir el mantra de que la Administración sirve a los «intereses generales». Así, por ejemplo, el artículo 103 de la carta otorgada de 1978: «La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho». O el artículo 3.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público: «Las Administraciones Públicas sirven con objetividad los intereses generales y actúan de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Constitución, a la Ley y al Derecho». Como colofón, el artículo 1.1 de la Ley 2/1995, de 13 de marzo, sobre régimen jurídico de la Administración del Principado de Asturias, que ya sin desparpajo nos da una pista: «La Administración del Principado de Asturias, bajo la dirección del Consejo de Gobierno, desarrolla su actuación para alcanzar los objetivos establecidos por las leyes y el resto del ordenamiento jurídico, sirve con objetividad a los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Constitución, a la Ley y al Derecho».

Pero a poco que profundicemos, la realidad salta a luz, tan cierta como el día y la noche. La Administración sirve a su amo. O a sus amos, porque hay varios.

En este pequeño artículo, podremos colegir ya que, si la Administración del Principado de Asturias actúa bajo la dirección del Consejo de Gobierno y la Administración General del Estado (o la Administración de Justicia) actúa bajo la dirección del Gobierno (o del Ministerio de Justicia), la Administración no sirve con objetividad los intereses generales, sino que sirve bajo la dependencia del Gobierno (principio de jerarquía) a los intereses de éste, sean los que sean. Y eso del sometimiento a la ley y al derecho, sí, ma non troppo, como espero apenas esbozar en este artículo, si bien recomiendo las lecturas de eméritos profesores de Derecho administrativo, desde Ramón Parada a Alejandro Nieto y, por supuesto, de nuestro maestro Antonio García-Trevijano.

La carta otorgada de 1978 segrega, en su Título IV, Gobierno y Administración, expresiones que no se pueden entender, ni mucho menos, como sinónimas, aunque incluso entre los propios funcionarios la misma se confunda; de hecho, recuerdo el día en que una alta funcionaria se autodenominó, en el ejercicio de sus funciones, como poder ejecutivo. He de señalar que esa persona ni siquiera era un alto cargo (y reconociendo su profesionalidad, tampoco una alta carga, bien es cierto). Esta confusión es más grave y habitual de lo que puede parecer y tiene unos efectos muy perniciosos en el funcionamiento diario de la Administración.

La Constitución y el desarrollo normativo diferencian al Gobierno, como poder ejecutivo y con potestad política, de la Administración, sometida al principio de legalidad. Sí, es cierto, pero no lo es menos que la Administración está sometida al principio de jerarquía, como señalaba anteriormente. Y en este sentido, el político (sea ministro, secretario de Estado, etc.) es una mezcla de jefe de funcionarios (Administración) y asalariado indirecto del jefe del partido político (Gobierno), con las perversas consecuencias que de ello deriva, máxime sabiendo que el sueldo presente y futuro depende de la voluntad del secretario general o presidente del partido gobernante.  Es decir, que si un cargo político ha de decidir entre la objetividad administrativa y la subjetividad del Gobierno, obedecerá a éste y obviará la necesaria objetividad que ha de mover a la Administración pública. Por lo tanto, la Administración no sirve a los intereses generales, excepto que estos intereses concuerden con los que tiene el Gobierno y el partido político que nutre sus cargos públicos, lo cual sucede más bien pocas veces.

Así pues, la Administración se convierte en el brazo armado (lato sensu) del Gobierno: desde el uso de la coacción con la actividad de policía (ya sea con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o mediante las inspecciones de Hacienda, en materia medioambiental, de espectáculos públicos, socio-sanitario, etc.) hasta con el poder de ejecución de sus propios actos, que permite que los mismos sean eficaces y ejecutables desde que se dictan. Es decir, por desgracia, la Administración actúa a caballo entre la legalidad vigente y la querencia arbitraria del político de turno, pero a sueldo de la Administración pública.

Por otro lado, quisiera proponer un juego deductivo que se llama Cuál es cuál en nuestro ordenamiento vigente. Muestro tres artículos plasmados en dos normas:

Artículo 11.- Todos los españoles podrán desempeñar cargos y funciones públicas según su mérito y capacidad.

Artículo 23.2.- Asimismo, tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes.

Artículo 103.3.- Asimismo, tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes […] y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones.

Estos tres artículos pertenecen al Fuero de los Españoles, dado en El Pardo, a 17 de julio de 1945 y a la carta otorgada de 1978. ¿Cuál es cuál en nuestro ordenamiento vigente?

Prácticamente, los artículos son intercambiables. De hecho, prefiero la técnica jurídica de redacción del Fuero de los Españoles.

La realidad es que da igual. La Administración franquista servía a los intereses franquistas y la actual sirve a los intereses partitocráticos. Y la misma confluencia podría haber antes con los intereses generales que ahora. Y no quiero negar los avances habidos a partir de 1978 en libertades individuales, faltaría más, pero como se dice en Asturias, «muy amigos, pero la vaca por lo que vale». Y este régimen es una edulcoración liberal del franquismo. Y no se le puede llamar democracia.

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