Estamos a finales del año dos mil veintiuno d.C. Toda la Gal…, eh…, toda España está sometida al artículo 24. 2 CE que comienza diciendo lo siguiente: «Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley…». ¿Toda? ¡No! Un grupo de irreductibles aforados resiste ahora y siempre al opresor.
¿Acatar las mismas normas, someterse a las mismas leyes que se aplican a los demás? ¿Como el resto de ciudadanos? ¡Jamás!
Estos pobres aforados que tan valientemente resisten son ahora el objeto de nuestra atención. Por lo menos en España parece que la institución goza de buena salud, contando con la presencia de unos diecisiete mil miembros, de los cuales aproximadamente dos mil son políticos. Nada que ver con su situación en muchos otros lugares, donde prácticamente han sido diezmados, como es en el caso de Francia, y donde los únicos que perviven son el presidente de la República, el primer ministro y los ministros. Todavía quedan menos en Italia y Portugal: tan solo sus jefes de Estado. Pero hay casos más alarmantes: países como EEUU, Alemania o Gran Bretaña, ¡ni siquiera conocen la figura del aforado!
Dejemos a un lado esos escenarios tan deplorables y descorazonadores y centrémonos más bien en las buenas nuevas y en la enconada resistencia de los aforados en nuestro país. Y es que algo tendrán los aforamientos, que quienes van no vuelven. A pesar de que antes de ocupar el cargo todos los políticos aseguran que acabarán con ellos, una vez acomodados en su escaño o similar, recuperan el juicio, o bien sufren un brote de liberadora amnesia, que hace que no vuelvan a plantear ni plantearse tal barbaridad.
Por supuesto, nada de juzgados de instrucción para los altos cargos del Gobierno o de las comunidades autónomas. Que no pise el dedo gordo del pie de un solo senador un miserable juzgado de primera instancia. Ni el Defensor del Pueblo, los magistrados del Tribunal Supremo, el fiscal general del Estado o los integrantes del Consejo General del Poder Judicial, por citar sólo algunos nombres de la, afortunadamente, extensísima lista de aforamientos con la que contamos.
No. Para ellos sólo el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de Justicia de la comunidad autónoma correspondiente. A veces se dan graciosas e inocentes coincidencias, en las que juzgadores y juzgados se han ayudado el uno al otro a ocupar el cargo que ostentan.
Claro que siempre habrá voces críticas. Sacan a relucir, por ejemplo, el contenido del artículo catorce de la Constitución: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».Y siguiendo esa línea errónea de pensamiento pretenden argüir que simplemente porque algunas personas por razón de su cargo, ya sea judicial o político, están sometidas a un órgano judicial distinto al que les correspondería si no estuviesen ocupándolo, ya se están vulnerando los derechos, y rompiéndose las normas de competencia.
Y nada más fácil de rebatir: el más alto, noble e imparcial de todos los tribunales, el primus inter pares de la judicatura, el muy honorable y aún más respetable Tribunal Constitucional, se ha pronunciado al respecto, en sendas resoluciones (STC 90/185 y STC 22/197), sobre esta cuestión justificando los aforamientos, «ya que no responden a un interés particular de los aforados, sino general, en cuanto actúa como instrumento para la salvaguardia de la independencia de los órganos a que pertenecen dichos aforados».
Sentada cátedra pues, ya que estas alegaciones no pueden por menos que dejar el tema zanjado, el corazón tranquilo y el horizonte despejado de toda duda, seguimos ahondando en la figura y comprobamos con alegría que a nivel autonómico nuestros bienamados aforados continúan protegidos, pues los miembros de las asambleas legislativas serán juzgados, bien en el Tribunal Supremo, bien en su respectivo Tribunal Superior de Justicia, en función de lo que determinen sus propios estatutos de autonomía. Porque, ¿de qué otra manera podía verse dirimida esta cuestión? Así, su Estatuto de Autonomía respectivo —pienso para mis adentros con alegría— es quien elige el tribunal en el que en cada caso vayan a encontrarse mejor considerados, siendo juzgados (con la tierna firmeza de un diligente padre de familia hacia sus díscolos vástagos) por sus iguales.
No queda aquí la cosa, pues aparte del no sometimiento a las reglas generales de la competencia, algunos de estos aforados cuentan con otros privilegios, merecidos y justificados, sin duda. Por ejemplo, gracias a la inviolabilidad relativa que les brinda el artículo setenta y uno de la Constitución Española (nuestra carta magna nunca deja de sorprendernos, esa danza sinuosa en la que se deslizan dentro y fuera los derechos fundamentales es digna de mención), diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. Por supuesto (art. 71,2), gracias a la inmunidad solo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito, y aun así no podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la cámara respectiva, lo que se conoce con el inspirador nombre de «suplicatorio».
Haré un inciso tal vez un tanto innecesario, pues bien sé que todo aquel que lea estas líneas lo hará con admiración ante la gran cohesión y coherencia de todas las normas y principios que rigen nuestro extenso sistema jurídico, pero aun así ruego que nadie confunda la palabra «inmunidad» con «impunidad». Para quien todavía no lo vea claro, me remito a las sentencias del Tribunal Constitucional. Repita sus argumentos como un mantra y lo verá todo prístino y cristalino.
Por supuesto, sólo el Congreso puede plantear y aprobar acusaciones de traición o cualquier delito contra la seguridad del Estado referentes al presidente y demás miembros del Gobierno. Sólo faltaba que se pudiera dejar la puerta abierta a que cualquiera manchase el buen nombre del ejecutivo. Y cuando, como ocurre a menudo, un diputado es a la vez alto cargo del Gobierno, sabemos que la protección es doble.
Y claro, queda la delicada cuestión de los testigos. Porque el artículo cuatrocientos diez de la Ley de Enjuiciamiento Criminal nos dice que «todos los que residan en territorio español, nacionales o extranjeros, que no estén impedidos, tendrán obligación de concurrir al llamamiento judicial para declarar cuanto supieren sobre lo que les fuere preguntado si para ello se les cita con las formalidades prescritas en la Ley».
Pero no parece justo que, tras todo el encaje de bolillos político y judicial, tras la perfecta telaraña (que no maraña) creada, tuviesen los aforados que declarar ante el juez como cualquier hijo de vecino. Menos mal que hecha la ley, hecha la… modificación de dicha ley. Y así la misma Ley de Enjuiciamiento Criminal deja claro un poco más adelante quiénes están exentos de la obligación de comparecer y declarar, regias personalidades todas ellas. Y quién, teniendo la obligación de declarar, puede hacerlo por escrito sin tener que concurrir. Afortunadamente son bastantes también.
Aunque parezcan suficientemente blindados y arropados, hay ocasiones en que negros nubarrones se ciernen sobre el statu quo de nuestros protegidos. Ocurrió por ejemplo en junio del 2014 cuando el legítimo rey de España, Juan Carlos I, abdicó honorablemente, cediendo el trono que tan dignamente había estado ocupando a su igualmente meritorio hijo y sucesor, Felipe. Y entonces ocurrió. Durante unos angustiosos y atribulados días, en concreto desde el diecinueve de junio del 2014, en el que se hace efectiva la abdicación, hasta el doce de julio de 2014, todos estuvimos conteniendo la respiración, pues la figura del rey saliente se vio despojada de su inviolabilidad e inmunidady, durante unas breves jornadas por lo menos, quedó sometida al control jurisdiccional para los actos cometidos tras su abdicación.
Pero no se rasguen las vestiduras, amigos. El mencionado doce de julio se publicó en el BOE una ley orgánica que, entre otras cosas, vino a introducir un nuevo artículo (el cincuenta y cinco bis) a la Ley Orgánica del Poder Judicial. Gracias a la facilidad con la que se pueden realizar reformas legales, y la variada colección de personajes (todos miembros del mismo club de aforados) que tienen potestad para realizarlas, muy pronto el nuevo y necesario artículo cincuenta y cinco bis quedó así redactado:
Y de esta manera el sol brilla de nuevo, los pájaros cantan, el mundo vuelve a girar. Aunque, a pesar de la dicha, hay ocasiones en las que me despierto sobresaltada por un aciago presentimiento. Porque al verse juzgados por el tribunal superior los aforados se quedan sin posibilidad de recurso —pues no hay otra instancia a la que puedan apelar— y condenados por tanto a acatar el pronunciamiento de turno. Y esto me turba, puesto que siempre cabe la posibilidad de que alguna manzana podrida no siga las reglas del juego y algún aforado se vea comprometido.
¿Ustedes qué opinan?