Partitocracia, oligarquía de partidos o Estado de partidos son conceptos que hacen alusión a una misma realidad, pero cada vez los escuchamos con mayor frecuencia y necesitan, al menos, de una somera explicación.

El Estado de partidos es un régimen de poder establecido en la Europa continental por los EEUU como potencia vencedora, al término de la II Guerra Mundial y cuyas primeras consecuencias fueron y siguen siendo la prohibición de facto de toda actuación política del ciudadano, la anulación de su representación ante el Estado y la no separación de los poderes.

Por lo tanto, no podemos considerar como sistema democrático de gobierno algo que no es más que un régimen de poder, que niega los principios de igualdad, representación y separación de poderes. En primer lugar, el principio de igualdad —tan cacareado por los jerifaltes de los partidos y que en España tiene hasta un Ministerio— se conculca al no garantizarse que todos los votos valgan igual. En segundo lugar, la representación política se impide mediante el sistema electoral proporcional. Y en tercer lugar, la separación de poderes se sustituye por una división de funciones, con una preeminencia absoluta del poder ejecutivo. En España, el Gobierno gobierna y, además, legisla y nombra a jueces, en aras del perverso consenso, junto con los demás partidos mantenidos por el Estado, que esperan que les llegue su turno.

Para la quiebra de estos principios el Estado de partidos se vale de un poderoso instrumento: el sistema proporcional. Y las subsiguientes consecuencias son las más visibles: la corrupción política, económica y moral.

En España, mediante la traición que supuso el pacto de la Transición, se adoptó el mismo régimen a semejanza del alemán y el italiano.  Se pasó del totalitarismo de Franco (así definido por él mismo en 1937) al totalitarismo de los partidos políticos.

Muchos conocemos aquella original expresión de Antonio García-Trevijano que rezaba así: «hay que civilizar a los partidos, sacarlos del Estado y devolverlos a la sociedad civil, que es el lugar que les corresponde».

La partitocracia española está compuesta por partidos pequeños, de escasa militancia y fuertemente arraigados en el Estado, que han ido colonizando mediante sus cuotas de poder todas las instituciones y los consejos de administración de las grandes empresas, otrora del Estado.   Recordaremos el escandaloso saqueo de las Cajas de Ahorros, a cuyo banquete también se sumaron los sindicatos estatales. Asimismo, asistimos estupefactos a la creación continua de  institutos, observatorios, empresas públicas autonómicas, fundaciones y chiringuitos de todo pelo, cuyo fin es la expansión ilimitada de su influencia y el destino dorado que, a modo de cementerio de elefantes, disfrutan los descartados de parlamentos y corporaciones, y los implicados en casos de corrupción que actúan como tapados, mientras intentan eludir la acción de la Justicia.

A pesar de la extenuante propaganda, no hay nada público en el régimen de 1978. Ni la sanidad ni la enseñanza, por poner dos ejemplos, son públicas; tampoco lo son los falsos movimientos sociales, simples delegaciones de los partidos. Ni tan siquiera las manifestaciones que, en la práctica totalidad, parten de los partidos o sindicatos estatales. En España todo es Estado.

Lo público, en la república constitucional, concierne a la acción política de la nación y solo es posible mediante la libertad política garantizada institucionalmente con la democracia formal.

Hay algo que llamó mi atención durante la lectura de La corrupción y los Gobiernos, de la investigadora estadounidense Susan Rose-Ackerman, es lo siguiente: el concepto de partidos débiles y el de la alta competitividad entre los candidatos a ocupar el escaño de la representación del distrito electoral.

Un partido político en la sociedad civil ha de ser débil porque su acción e influencia deben desaparecer en el momento mismo de la representación. Por el contrario, no tiene por qué ser necesariamente pequeño. Puede gozar de una gran implantación nacional con un mayor número de militantes que los que integran las bases de los partidos estatales. También puede haber partidos pequeños, con un ámbito más reducido. Pero con la misma limitación: el momento preciso de la representación.

El concepto de «alta competitividad» resulta también muy sugestivo. Los candidatos pueden pertenecer, cómo no, a partidos políticos. Pero su programa electoral estará siempre determinado por las necesidades de su distrito. De tal forma que dos candidatos apoyados por el mismo partido puedan llegar a tener posiciones encontradas. El partido los apoya, pero quienes les pagan y eligen son sus electores, motivo por el cual los candidatos electos tienen el deber de atender exclusivamente a su programa electoral.

A mayor competencia entre un gran número de candidatos, mayor garantía de anticorrupción —con el añadido de la revocación por parte de su electorado, tal como expone en su obra Teoría pura de la república constitucional Antonio García-Trevijano—.

Sólo la república constitucional como forma de Estado y la democracia formal como forma de gobierno pueden liberarnos de los barrotes de la ergástula política en la que nos ha encerrado la monarquía de partidos bajo el régimen del 78.

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