GREGORIO MORÁN.

Hemos retrocedido mucho, tanto que nos empiezan a fallar las referencias. Como aquel que camina hacia atrás y va perdiendo las señales y no acierta a distinguir las voces de los ecos. Supervivientes de un mundo, el mismo que creíamos haber superado, y tan marginales que a veces echamos a faltar a los abuelos –yo nunca tuve abuelos y es una orfandad que deja huella– para preguntarles si lo suyo fue también así. Si es ley de vida que nos encontremos al cabo de la calle sin apenas entender nada y con una sensación de soledad intimidante, rodeados de gente convencida de que le sobran lasrazones para hacer las cosas más irracionales. Nada de islas, ni de robinsones, apenas un chiringuito en una playa desolada. Porque la historia va por otro lado.

Un día de diciembre del 2010, el dirigente socialista Ferran Mascarell estaba reunido con dos íntimos colaboradores. Preparaban su presentación como candidato a las primarias del PSC de Barcelona que debía competir con CiU para la alcaldía. En pleno estudio de propuestas y maniobras, la secretaria le advierte de que tiene una llamada importante. Se retira de la sala y tras una breve espera,vuelve y les dice a sus promotores de campaña. “Olvidaos de todo esto. Acaba de llamarme el president Mas y soy el nuevo conseller de Cultura de la Generalitat”.

Hay quien calificó este “momento histórico” como una prueba de la “transversalidad” de la cultura política catalana. Cabrían otras definiciones menos elegantes. Pero fue así. Un personaje notorio del socialismo catalán se pasaba sin armas ni bagajes –lo que se dice en castizo, a pelo– al gobierno de sus adversarios convergentes. Es importante, porque los hechos son los hechos, dígalo Bertrand Russell o su cocinera.

Ya sé que uno exagera un poco al calificarlo de “momento histórico”, pero en su justa medida lo era. En primer lugar, reflejaba una evidencia que el tiempo iría confirmando: el Partit dels Socialistes de Catalunya no garantizaba, ni siquiera eventualmente, la provisionalidad de sus intelectuales orgánicos; nada les libraba del trabajo en precario. Pero además había dos elementos a destacar. El papel de los “intermediarios culturales” como nueva figura de la “inteligencia”, y su versatilidad. Sin olvidar un corolario obligado: con el tránsito fulgurante de Mascarell al Gobierno de Convergència y Unió, resultaba obligado preguntarse si en Catalunya había dos concepciones culturales diferentes, o quizá estábamos rizando el rizo y daba lo mismo. O por mejor decir: apenas si llegábamos a una, que parecían dos, pero que era la misma.

Son temas a desarrollar. Ya habrá tiempo, espero. Pero la pregunta del millón es muy sencilla. ¿Alguien, entre la llamada inteligencia catalana, militante o independiente significado, hubiera sido capaz de rechazar la oferta del president Mas? Pregunta retórica ciceroniana; falsa de toda falsedad. Ante una oferta así se hubieran rendido los que jamás han combatido por nada que no fuera una parcela del erario público; de la Generalitat o del Ayuntamiento. Admitiría que alguien me corrigiera con nombres y apellidos. Cuando cesaron al puñado selecto de la cultura que formaba parte de una cosa muy rara, a la que denominaron Conca, les acusaron incluso de malversación de caudales públicos. ¡Quieren ustedes creer que no protestó ninguno, y si lo hizo fue en la intimidad de su hogar! Un principio de la política cultural, aquí y acullá. No digas nada, porque te volverán a llamar, y si pías quedas borrado de la lista. ¿Se acuerdan de aquel “quien se mueva no sale en la foto”?

Es un problema general de culturas frágiles como la española. Es difícil sustraerse al peso del poder y si es el del Estado aún menos. Cabría evocar aquellos tiempos en que personalidades tan acusadas culturalmente y tan versátiles como Eugenio Trías y Valentí Puig estaban convencidos de que José María Aznar iba a contar con ellos después de haberles escuchado. La cosa ya había empezado con Felipe González y su inefable ministro de Cultura, Javier Solana. Siempre recordaré la llamada de Solana al ínclito editor Jaime Salinas.

Era nada menos que el hijo del poeta por excelencia de la exquisitez republicana, don Pedro; también cuñado de Juan Marichal, el de Azaña y Princeton. Y el PSOE acababa de ganar las elecciones, qué digo ganar, había arrollado cuando terminaba el año 1982 y Solana se disponía a llamar a Jaime Salinas, al que otrora tantos favores había pedido, y le propuso para director general del Libro. ¡A Jaime Salinas, que lo tenía todo pagado y un pedigrí editorial de alto copete! En plan caballero, Salinas le pidió 48 horas para pensarlo, y el implacable “Solanita”, que guarda bajo su sonrisa afable una crueldad sin límites, no le consintió ni siquiera 48 segundos. O sí o sí. Cuando colgó el teléfono ya tenía director general del Libro.

Hemos retrocedido mucho, por eso conviene recordar los orígenes. En los años ochenta la seducción del poder, y además del poder del Estado, se mostraba de un modo tan aplastante que Rafael Sánchez Ferlosio escribió un artículo imperecedero, que marca una época: “La cultura, ese invento del Gobierno”. Ahí está todo. Porque conviene recordar que la cultura como ministerio, es decir, como asunto de Estado, nació con un conservador ilustrado, el general De Gaulle, que nombró a André Malraux como primero para el cargo. Pero no olvidemos el contraste: el primer ministro español de Cultura fue un tipo que probablemente no había leído más libros que los imprescindibles para ganar las oposiciones, muy listo, eso sí, se llamaba Pío Cabanillas. La cartera ministerial llevaba un añadido, que a menudo se olvida, pero que introducía una nota pinturera al cargo, ministro de Cultura “y Deportes”.

Ortega y Gasset escribió un texto, más bien una conferencia, entre divertida y alucinante, que convendría exhumar ahora que los campos de fútbol se han convertido en territorios de arrebato político. Lo hizo hacia 1924, cuando el pensador pasaba por uno de sus períodos más fecundos y además estaba pletórico porque don Miguel Primo de Rivera había roto con “la vieja política” dando un golpe de estado y él podía explayarse desde los editoriales de El Sol. Fue uno de esos momentos raros en su vida, en el que por primera y única vez don José Ortega y Gasset y la burguesía catalana coincidieron aunque fuera brevemente. Las quince páginas, tan brillantes como poco felices, las tituló “El origen deportivo del Estado”. Entonces planteaba un argumento seductor: nada de clases sociales. El mundo se dividía en jóvenes, maduros y viejos. Casi tal cual como nos lo quieren mostrar hoy. Pero allí está una frase que podría ser emblema para los aventados que le han nacido a la sociedad catalana a falta de un intelectual que les embelese, ahora que los viejos del gremio, ¡ay Rubert de Ventós!, han corrido tantos campos de fútbol y tantos partidos que se han hecho adictos al vencedor.

Ortega escribió: “El origen del Estado (es) un ejemplo de la fecundidad creadora residente en la potencia deportiva”. Un instrumento intelectual potente para los filibusteros de la cultura. Por mucho esfuerzo que haga un intelectual por acercarse a los Suárez, González, Aznar, Pujol o Mas, siempre latirá una desconfianza congénita. Porque una cosa es un intelectual que piensa y otra un promotor cultural, que lo mismo hace un discurso que un artículo, un decreto que una subvención. El problema en el fondo no es la transversalidad sino el oportunismo. Por eso me atrevo a afirmar que hay las mismas posibilidades de que Catalunya se constituya en Estado propio, expresión deliciosa, heredera de sabiduría conventual y carlista, como en poder hacer una revolución. Es decir, ninguna. Al final, el debate catalán, cuando se vuelva a una sociedad abierta y se retire la presión intimidatoria, podría limitarse a discutir si nos apuntamos a la tradición carlista o a la jacobina. Yo soy jacobino, por ciudadano y no súbdito.

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