Se acercan las votaciones autonómicas en Madrid y es tiempo de hablar de abstención. De sus razones y de los argumentos que esgrimimos en el ámbito de la acción política para desenmascarar y deslegitimar un régimen corrompido en origen, que anula la actuación política del ciudadano.
Una razón, es, en sí misma, acción o, fuente de la acción. La constatación precisa de la irrelevancia de una sociedad sometida a los designios de una oligarquía de partidos que, con idéntica finalidad, detentan el monopolio de la acción política pone a nuestro alcance la única arma, al tiempo pacífica y poderosa, que nos ofrece la razón-acción: la abstención. Y quienes la empuñan la definen como abstención activa; ni abúlica ni resignada, con vocación de ruptura por abandono.
Sólo con la exposición clara de los vicios indeseables que sostienen el régimen, iluminando ese retrato de Dorian Gray, velado por la servidumbre voluntaria, podremos ser conscientes de la extrema fealdad y del miasma que pudre nuestra sociedad. Sólo así comprenderemos el valor y el poder de la abstención.
A la vista de las causas, podemos extraer fácilmente algunas consecuencias. Veamos.
Asistimos días atrás a la opereta bufa de la confección de las listas votacionales, triste danza de orates propia de la precampaña, que nos señala el punto de partida de la oferta electoral. Los jefes de los partidos y sus estrategas quitan, ponen, compran, venden y mudan de sillón a unos y a otros en la sinecura del reparto de cargos. La máquina de la burla, la mentira, la traición y el rapto de la verdadera libertad, la libertad política colectiva, se pone de nuevo en marcha para aquilatar con mayor eficacia el proceso de estabulación social. El ardid de la apariencia y el oropel están preparados, la masa motivada y en buena disposición para participar de esa liturgia pervertida a la que califican como fiesta de la democracia.
Ya nos alertaba Quevedo con aquel aforismo incontestable: «nadie promete tanto como el que no va a cumplir». Nada hay más mezquino y miserable que el acometer una empresa a sabiendas de su imposible cumplimiento. Y ésta parece ser la premisa basal de la promesa electoral, cuyo fundamento está en la propia Constitución del 78. Con mucha menos seriedad, rigor y humor que las de Cádiz, las chirigotas de las tertulias televisivas admiten con naturalidad que una cosa es lo que se dice en campaña y otra muy distinta lo que se cumple, pues todo forma parte, afirman, del juego democrático.
Pero, ¿qué juego democrático es ese en el que la palabra dada no tiene ningún valor? La respuesta no puede ser más sencilla. El compromiso del que la incumple no es con el que ha votado la lista, sino con el que le ha puesto en ella. Está a sus órdenes. Y esta anomalía se acepta con absoluta normalidad en la derrotada y confundida sociedad española. ¿Qué tipo de representación es esa en la que el jefe de una corporación se arroga ese principio, obviando la verdadera representación política? La representación implica que una sola persona, con las cualidades requeridas por su electorado, con un programa electoral expuesto a pie de calle y elegido a doble vuelta, en abierta competencia entre varios, reciba el mandato de su distrito para representarlo, defendiendo el compromiso firmado con sus conciudadanos, que es su programa electoral.
¿Qué juego democrático es ese en el que la voluntad ciudadana se traiciona previamente al simulacro electoral? No hay que obviar que «elecciones» significa «acción de elegir» y su consecuencia es la decisión del ciudadano encarnada en la figura del representante. Pero los integrantes de las listas ya han sido elegidos y no precisamente por los ciudadanos que hayan valorado sus méritos o el conocimiento profundo del distrito, al que —mintiendo con la vileza que dispensa la ambición— dicen representar.
¿A qué se reduce entonces la actuación política del ciudadano, si éste asume conscientemente y de buena gana la patraña de la promesa y el engaño mediante el posterior pacto? La respuesta es la nada. Decía Kant que la facultad de pensar por uno mismo produce miedo y que este miedo deviene indefectiblemente en obediencia. El mecanismo con el que opera la servidumbre voluntaria es una ilusión, una apariencia de movimiento entre el cero y la nada, que se sirve de la ingenuidad del votante, haciéndole creer que forma parte de un proceso democrático porque introduce una lista hecha por otro en una urna, apoyando al partido con el que se identifica. Ya no es necesario que cumpla sus promesas, ni que le arregle las calles, el votante hace suya la lucha de su líder, que es contra el otro, en su pugna por el reparto del poder. Se sentirá satisfecho con el triunfo de su caudillo y le disculpará cualquier tropelía con el argumento de que el otro también las cometió.
La servidumbre se consumó, el eslogan satisfizo las vacías expectativas de los nefelibatas y el retrato de Dorian Gray siguió supurando inmundicia.
Solo la acción abstencionaria es actuación política ciudadana. La partidocracia no es democracia.