Sobre el consenso de la Transición, asentado en la mentira fundacional de la reconciliación, se edificó toda una mitología. Y así, «tras vencer al franquismo conseguimos costosamente traer la democracia con esta Constitución que entre todos nos hemos dado».
Pero la realidad es que el general Franco murió en la cama con todo su poder, dejó herederos de ese poder y las oligarquías pactaron una carta otorgada a las espaldas, una vez más, de la nación española.
La Constitución, como dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, debe constituir la separación de los poderes. Si no, no es una Constitución.
Si no se construye de abajo a arriba por medio de la elección de unas Cortes constituyentes, elegidas para y solo para este fin, disolviéndose acabado su objetivo, no es una Constitución.
Si viene impuesta de arriba abajo, es una carta otorgada por el poder. Y la del 78 se hizo en secreto, sin que el pueblo español tuviese el más mínimo conocimiento de lo que se tramaba. Fueron tres periodistas de Cuadernos para el Diálogo los que se hicieron con el borrador e informaron a la nación de que siete personas, por encargo de Juan Carlos I, estaban gestando secretamente el engendro.
Pedro Altares, director de Cuadernos para el Diálogo, asumió la responsabilidad y compartió el texto con agencias y diarios, tras clasificar el borrador como de «…una insospechada ramplonería sintáctica y una estructura articulada decididamente pedestre».
Comenzaba así la crónica en la que los tres periodistas explicaban cómo se hicieron con el borrador y cómo lo fotocopiaron, ya que la fuente informativa sólo disponía de un original del mismo:
Y así fue. Poco menos que Altares supuestamente saboteaba la Constitución haciendo peligrar la democracia. Dimitió el socialista Peces Barba como consejero de Cuadernos para el Diálogo. El antiguo ministro Fraga denunciaba la publicación de la noticia como contraria a la ética profesional. El comunista Solé Tura calificó la publicación del borrador como vergonzosa…
Lo dicho, una comisión designada por el rey elabora en secreto el texto que no articula la separación de poderes, la aprueban unas Cortes que no son constituyentes y se le presenta al pueblo español para su ratificación, como cuando la Ley de Reforma Política, sin alternativa: esto o la nada.
De esta manera, dicha carta otorgada, que descubre las nacionalidades, no como atributo de pertenencia a una nación, sino como una ambigua equivalencia a ésta, introducía la definición de España como patria común e indivisible, para a continuación dividirla en regiones y nacionalidades sin especificar cuáles eran qué.
Era una cesión a los grupos nacionalistas. Miquel Roca diría: «nacionalidades y nación quieren decir absolutamente lo mismo… Hoy Cataluña espera, el País Vasco espera, espera Galicia, espera España entera que, a través de la solución que demos a este problema, no se va a dar una solución disgregadora, sino una solución potenciadora, una solución que, asumiendo todo lo que la Historia no supo asumir hasta esta fecha, sea capaz de proyectar un futuro mucho más estable».
Ya estamos en ese futuro que prometía el abogado de la infanta; ya podemos comprobar si tenemos mayor estabilidad en este asunto o si era una solución disgregadora. Ya vemos como nos mentían para ocultarnos que la mal llamada Constitución del 78 alberga en su seno el huevo de la serpiente.
Se trata de una carta otorgada a la nación desde las más altas instancias del Estado que viene preñada de los nacionalismos excluyentes que niegan al sujeto constituyente, la nación española.