Desde que la idea mítica o divina de los reyes se esfumó en la noche de los tiempos, las monarquías perdieron su potencia. Pero en algunos pueblos europeos, con preponderancia religiosa protestante, conservaron el poder residual de las funciones que teóricamente hoy las justifican: representación simbólica de la unidad nacional y ocupación permanente de la jefatura del Estado, para evitar que se la disputen los partidos estatales de las oligarquías y se pueda romper el equilibrio siempre inestable de la partitocracia.
Aparte del caso singular de la Monarquía tampón belga, España es el único país católico de Europa que tiene Rey. Esto se olvida cuando se resalta la coincidencia de que sean Monarquías las naciones más ricas y civilizadas de Europa. Aparte de que la excelencia en todos los aspectos corresponde a la República Helvética, no han sido las monarquías, sino la libertad de conciencia y el espíritu laborioso de los pueblos protestantes (Max Weber), lo que los elevó, en economía y civilización, por encima de los católicos. Y los países de nuestro entorno histórico cercano, con los que nos podemos y debemos comparar, Francia, Portugal, Italia y Alemania, son Repúblicas.
En el ridículo y artificial debate parlamentario sobre el estado de la Nación, del que me ocuparé cuando tenga lugar, ningún partido abordará el tema primordial de la situación precaria de la Monarquía, a pesar de que asuntos de actualidad lo exijan.
Las conciencias no deterioradas y la opinión pública silenciosa esperan una reacción política ante el crecimiento espectacular de la abstención electoral; la negociación Zapatero-ETA, con la autodeterminación vasca como base de la misma; el Estatuto Catalán, discriminatorio de lo español; la realidad nacional en el Estatuto andaluz; la tensión nacionalista en la perspectiva de un gobierno de coalición, que excluya al partido más votado en Navarra; la permanencia de la corrupción y el indisimulable desconcierto sobre el rol del Príncipe de Asturias y su esposa.
Algunos espíritus poco penetrantes, pero atentos a las nuevas perspectivas que el tiempo y el dinamismo de las sociedades abren a las situaciones establecidas, creen de buena fe que la Monarquía de Juan Carlos desempeñó un papel imprescindible en la Transición de la dictadura a las libertades personales, para asegurar la paz civil entre los españoles, pero que aquella utilidad coyuntural se ha evaporado al mismo tiempo que el consenso fundador y sustentador de la Constitución del Estado de Partidos.
Esa creencia es falsa. La Monarquía de Franco fue sin duda un instrumento político oportuno y, como en muchos matrimonios, de conveniencia. Pero no para la sociedad española, necesitada con urgencia de libertad política, sino para la pequeña oligarquía franquista, los partidos clandestinos y la tradicional visión miope de EEUU en política internacional. Eso no he tenido que estudiarlo, meditarlo, ni aprenderlo de nadie. Forma parte de mi experiencia vital. Por ello no es algo que yo crea, o en lo que pueda creer. Simplemente, lo sé.
Es más. Me atrevo a sostener que, para la oligarquía de entonces, la Monarquía era menos útil que ahora lo es, para proteger el mundo de bastardía sin honor, crecido al compás de la deslealtad a Franco y a la sucesión dinástica, bajo un manto de armiño que tapa la corrupción política -como antes el crimen de Estado-, la desnacionalización de España y el despilfarro de la hacienda pública en Autonomías tan centralistas como el Estado dictatorial.
La falta de potencia monárquica fue suplida entonces con la falta de resistencia de los partidos que en la clandestinidad defendían la libertad política. Tal vez porque no sabían lo que era. La impotencia de la Monarquía se manifiesta ahora con sus escandalosos silencios ante la dificultad de ser que aqueja a España, como habría dicho Benjamín Constant. Los defensores de la Constitución, papel mojado para los partidos que llenan el Parlamento de mandatos imperativos, sostienen que el Rey no puede hablar de política. Pero ninguna ley le obliga a no dimitir, si los partidos le obligan a refrendar crímenes de lesa patria.