La expresión idea-fuerza está muy divulgada en la literatura periodística. Como casi nadie ha estudiado el origen y la esencia de ese concepto filosófico, casi todos creen que se trata de una mera adjetivación que atribuye a una idea específica la cualidad de ser central o importante para el discurso lógico que la sostiene, o para la acción práctica que la supone.
Ese no es su significado. El sentido de idea-fuerza no equivale al que pueden tener las ideas con fuerza, dentro de cualquier proposición teórica o práctica.
La potencia encerrada en la noción de idea-fuerza es una novedad del pensamiento, creada a finales del siglo XIX por A. J. E. Fouillée. Esto no quiere decir que lo así sintetizado no hubiera constituido antes el fundamento de concepciones del mundo, como las de Platón, Descartes, Kant, Adam Smith, Hegel y Marx; de teorías de la acción humana, como la praxiología de Von Mises; o de teorías de la acción política, como la de libertad-igualdad en la Revolución Francesa y la del doble poder en la consigna revolucionaria de Lenin.
Las ideas-fuerza son formas mentales o de conciencia que no solo tienen fuerza externa incorporada, sino que ellas mismas constituyen una fuerza de comunicabilidad social, en virtud de su especial intensidad y la unión de la razonabilidad ideal con la energía de la moralidad. En palabras de Fouillée: “la revelación interior de una energía y de su punto de aplicación, de una potencia y de una resistencia”, capaz de erigir una ética y una acción, donde la idea-fuerza, vinculada al primado de la conciencia de sí, es capaz de crear y jerarquizar valores objetivos.
Las ideas-fuerza dejaron de interesar al pensamiento europeo cuando, agotadas las que nacieron con las revoluciones de la libertad y la igualdad, se crearon los Estados de Partido para impedir que de la sociedad civil pudiera surgir la idea-fuerza de la democracia representativa. No es por azar que, sin muro de Berlin, se difunda la noción de pensamiento débil.
Y tampoco es un azar que ahora, ante el espectacular hundimiento de los Estados de Partidos en la corrupción, como el de la Unión Europea en la inoperancia del mercantilismo, surja la nueva idea de la República Constitucional, que ningún país europeo tiene ni ha tenido, como único modo político de devolver a la sociedad civil la conciencia de sí misma, y la de su potencia para controlar el Estado, a través de la sociedad política que ella cree, y a ella represente en las instituciones estatales.
La teoría pura de esta República, ideal y realizable, ha sido elaborada, y difundida al mismo tiempo, desde esta plataforma reservada a la libertad de pensamiento, mediante la síntesis armónica de tres ideas-fuerza: unidad nacional, sistema electoral representativo de los electores y separación radical, en origen y ejercicio, de los tres poderes clásicos del Estado.
No hay necesidad de volver a describir la particularidad de estas tres ideas-fuerza, puesto que todos mis lectores las conocen. Lo que ahora me importa es señalar donde radica o está la fuerza intrínseca, la potencia lógica y psicológica, de estas tres ideas fundantes de la democracia representativa.
Aparte de por lealtad a nuestra historia común, la unidad de España es una condición requerida para que todos los españoles participen por igual en la libertad política, que es colectiva y, por ello, territorialmente indivisible. De otro lado, ningún sistema proporcional de elecciones puede ser representativo de los electores, de ahí la necesidad de adoptar el sistema de mayoría absoluta, para no caer en la paradoja de Arrow y dar a la sociedad civil el control de la sociedad política. Por fin, la separación de poderes estatales solo la puede garantizar el sistema de gobierno Presidencialista, con una sola Asamblea legislativa.
Son tres ideas-fuerza porque no hay conciencia moral ni capacidad mental que, sin mala fe o sin estar inmersas en la corrupción, puedan negarlas o rechazarlas, una vez que se las descubran desde el exterior, o se revele, en el interior del corazón o la mente, la energía irresistible que comportan.