Con una sola palabra se expresó en el pasado inmediato, cuyos residuos aun perduran, una completa concepción del mundo. Cada una de esas voces universales creó su contraria. Y millones de personas, encandiladas ante ellas, se dejaron prender en las hogueras de la historia. Liberalismo, anarquismo, socialismo, comunismo. Pero las tragedias que evocan, y su inadecuación a la realidad, las retiraron de la circulación. Y otros términos inanes las reemplazaron para renovar las fuentes espirituales de la servidumbre voluntaria. Democraciacristiana, Socialdemocracia, Sindicacionismo. Palabras expresivas de sindicaciones de poder cuya única visión del mundo es la del Estado, donde se instalaron desde el final de la guerra mundial.
Pero existe una palabra que expresa, ella sola, el secreto instintivo de la humanidad, el motor consciente de todo lo que hay de noble en el mundo, el mecanismo inconsciente que ha permitido el desarrollo económico por medio de la división del trabajo. Sin definirse como virtud cardinal, esa palabra designa el fundamento y la finalidad de todas las virtudes morales. Tan grande es la potencia de lo que expresa para la acción humana, que bien puede considerarse como su principio originario. Tiene tal atractivo social que comunica vida y elevación a sentimientos nacidos de la religión, como la fidelidad, o de las ideologías, como la solidaridad, de los que, sin embargo, se separa y contrapone. ¡LEALTAD!
Mientras que la fidelidad ha de poner su fe en alguien o algo que la trasciendan, la lealtad permanece en la inmanencia del Ser leal a sí mismo. Por eso, las faltas de fidelidad son perdonables, y las de lealtad, imborrables. Por eso, las monarquías nacen y duran en virtud de la fidelidad, y las repúblicas, en virtud de la lealtad.
Mientras que la solidaridad, salvo en las obligaciones jurídicas solidarias y en el delito de omisión de socorro, está exenta de responsabilidad, la lealtad lleva en sus entrañas, si se traiciona a sí misma, la más grave sanción que puede sufrir el ser humano, solo comparable, por sus efectos letales de la personalidad, a la culpa original y la expulsión de Adán y Eva.
En esta sociedad española, donde política y socialmente triunfa la deslealtad, puede hacer sonreír el valor supremo que le estoy dando a la lealtad. Pese a que no llego tan lejos como los filósofos de la existencia, pues no creo que tenga significación ontológica o metafísica el hecho de que la lealtad sea “identificación de la existencia consigo misma“, por utilizar la definición de Jaspers. En todo caso, coincido con Unamuno y hago mía su expresión “lealtad por la lealtad misma“.
Para comprender el abismo que separa la fidelidad de la lealtad, basta comparar el drama del niño Isaac, a punto de ser degollado, por fidelidad de Abrahán a Jehová, con la tragedia del niño de Mateo Falcone, quien oculta en el pajar a un maquis herido, perseguido por la policía, y luego le indica a ésta donde está escondido, a cambio de un reloj. El padre, Mateo, llega cuando el maquis, ya preso, escupe al niño su desprecio. Coge una pala y sígueme, le dice a su hijo. Haz un hoyo. Disparó y lo enterró. P. Mérimée sabía que la deslealtad de Fortunato lo había matado moralmente antes de que su padre rematara su cuerpo.
La Transición está existencialmente basada en la quiebra absoluta de la lealtad por parte del poder constituyente. Quiebra sustancial que dio lugar a la Constitución de la deslealtad a España (nacionalidades) y a los españoles (listas de partido) o sea, deslealtad por deslealtad a sí mismo. Falta imborrable e imperdonable, muy superior en trascendencia a la infidelidad personal de un rey perjuro. La Monarquía de Partidos, como Fortunato Falcone, no tiene vida moral. Arrastra su existencia material, como cuerpo corrompido, hasta que la República Constitucional de la lealtad de los españoles a sí mismos, la entierre.