A los científicos David Serquera y José Fernández
Cuando no hay sociedad política, intermedia e intermediaria entre la sociedad civil y el Estado, es decir, entre el país real y el oficial, como ocurre en el Estado de Partidos, ocupa su lugar la sociedad aparente. Una apariencia social presentativa de la sociedad civil, sin ser representante ni representativa de la misma. Por eso tiene su propio código de conducta, sus valores cognitivos, morales o estéticos y sus modos de represión de los infractores. Nadie se ocupa de ella, pues se confunde con la opinión pública, que solo es el modo de crearla y mantenerla. Dos grandes principios dan coherencia mental y ética a la sociedad de las apariencias.
En virtud del primero, se sustituye la verdad por una serie de ficciones de aceptación general. La sociedad aparente crea la ideología de que no es necesario vivir en la verdad, pues la dificultad de conocerla y realizarla puede ser obviada mediante ficciones convencionales que, por su utilidad social, funcionan como si fueran verdades. Este ficcionalismo lo fundamentó la “Filosofía del como si“ de Vaihinger (1911).
Vivimos la Monarquía como si fuera la República, la partitocracia como si fuera la democracia, el Parlamento como si fuera creador de leyes, el poder judicial como si fuera independiente, la prensa como si fuera libertad de expresión, la universidad como si fuera libertad de cátedra, la competencia económica como si existiera mercado libre, la sindicación como si fuera libre asociación de trabajadores. La Transición impuso el imperio del como si, tanto en la vida pública como en la privada.
El segundo principio, verdadera imperativo categórico, salvaguarda la vigencia y duración de la sociedad aparente, mediante la norma de salvar o guardar a toda costa las apariencias. Tan a rajatabla se aplica este dogma que, cuando la sociedad aparente carece de medios coercitivos contra las irregularidades que no guardan las apariencias, además del escándalo en los medios que controla, pide al Estado que aplique el Código Penal.
En esta Monarquía de Partidos, los personajes de la plutocracia no van a la cárcel por cometer las mismas operaciones ilícitas que sus colegas “comme il faut“, sino por haber sido erráticos en el círculo profesional que obliga a guardar las apariencias. Esto explica lo que las propias víctimas no entienden. La expropiación de Rumasa o la prisión de Mario Conde fueron promovidas por la propia plutocracia, intolerante de que unos “parvenus“ hicieran lo mismo que ella, pero sin guardar ni salvar las apariencias. La ostentación, no la prevaricación, pone grilletes a los ediles de Marbella.
La norma de guardar las apariencias tuvo un origen científico, en Simplicio, como explicación plausible de la causa del movimiento de los astros errantes, que la física podía dar para salvar las apariencias de las hipótesis geocéntrica o heliocéntrica, sin necesidad de saber cual de ellas era la verdadera.