Desde la literatura sapiencial de los judíos (Libro de Qohelet) se viene recordando a los seres humanos que hay un tiempo para cada cosa. Tiempo para reír, tiempo para llorar, tiempo para odiar, tiempo para amar. Pero no todos los tiempos son sucesivos (lo cual haría interminable la historia e imposible de ser disfrutada por los mortales). Hay tiempos que se superponen, que se solapan, porque las realidades tienen lugar simultáneamente. De manera que mientras unos duermen, otros velan; mientras unos descansan, otros trabajan; mientras unos actúan, otros piensan.
Y todo eso es necesario. Porque no es más el que piensa, que el que trabaja. No es más el que goza, que el que sufre. No es más el que disfruta de una buena posición económica, que el que padece una situación de pobreza. Lo que ocurre es que la necesaria individualidad de los seres humanos y la ineludible dinámica analítica de nuestra razón hacen que seccionemos, a veces de modo excesivo, la realidad que nos envuelve a todos.
La dignidad humana, de la que todos somos titulares, es el aglutinante de la vida en paz, justicia y libertad a que todos aspiramos. Pero esa dignidad debe ser reconocida en todos y cada uno de los seres humanos, sean amigos o adversarios, sean cercanos o lejanos, estén o no de acuerdo con nuestra forma de vivir o de pensar, y sea cual sea su situación económica y social. Basta con que un ser humano sufra a causa de la acción de otro ser humano para que todo el cuerpo social (la humanidad) padezca un desgarro; aunque no lo percibamos ni nos demos cuenta.
Todo sucede, pues, a la vez. Y lo que hay que procurar es que, aunque determinados pensamientos o ideas nos lleven a pensar que el progreso es un producto lineal y sucesivo de lo que se considera bueno para el ser humano, no se olvide a los seres humanos que viven aquí y ahora en este mundo.
Mientras se discute, mientras se debate, mientras se buscan soluciones a los problemas, hay seres vivientes que padecen, que sufren, que no tienen trabajo, que no ven luz en un futuro inmediato, que están al borde de la desesperación.
Mientras se discute, hay también que defender la dignidad humana de esos seres maltrechos. No basta esperar a que las cosas se arreglen de forma definitiva (y siempre se suelen entender, de un modo reduccionista, que la forma definitiva es la forma política, o más aún la económica). Son necesarias las medidas de actuación inmediata a favor de los más necesitados, no sólo caritativas sino sociales, políticas y jurídicas.
Mientras se discute, hay que abrir también un tiempo para la compasión hacia los más débiles. La política será una entelequia si no salva a los hombres de ahora. No se puede sacrificar a una generación en pro de un futuro que jamás les va a llegar. Hay otro futuro, que no es el temporal, que se fragua cada día. Esos seres necesitan el pan de cada día. No el pan de un futuro incierto, por muy bien diseñado que parezca. La lucha política es un camino, no una meta ideal. Y ser camino significa atender y tratar de dar alguna solución concreta y eficaz a lo que pasa día a día.
Mientras se discute, hay que alargar la mano hacia los que menos tienen; hay que conseguir que obtengan un nivel mínimo de vida digna. Una sociedad que no reacciona ante el riesgo de que algunas personas vivan por debajo del nivel de la dignidad no merece llamarse ni sociedad civil ni, incluso, sociedad humana.
Fotografía de UPyD