El Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, parece confirmar de modo creciente la impresión de que nos hallamos en un período de fin de régimen; desafortunadamente, en la historia de España es patente que los regímenes se enquistan durante décadas, y a su final no suele ser extraña la violencia, o un gran perjuicio para el pueblo. Es, pues, en este punto interesante detenerse en la distinción que hacía el pensador político español García-Trevijano entre lo político y la política; lo político para él es lo público, lo del Estado, mientras que la política es lo perteneciente al gobierno. Así, el consenso, base intelectual del actual Estado de Partidos o Partitocracia, asegura el no traer a la política asuntos como la corrupción o la situación económica desesperada de la gente.
Y es que la corrupción política es causa mayor de la ruina de la población; de tal suerte que, cuando se propone desde instancias financieras internacionales y europeas reducir un 10% los salarios, se obvia siempre, aparte de rechazar esta barbaridad abusiva, que la crisis y su manifestación más sangrante, el paro, tendrían pronto alivio si se libraran a la economía productiva los 100.000 millones de euros que cuesta el Estado de las Autonomías (manteniendo las que sí lo han sido históricamente, y fueron eliminadas por la fuerza de las armas, Cataluña y País Vasco), creado por el Sucesor de Franco y sus nuevos partidos estatales para asegurar cargos y prebendas a su clientela, que no ha hecho más que crecer (resulta, en este aspecto, muy sintomático el que el gasto de las CC. AA. se disparara un 20% durante la crisis, en vez de reducirse en proporción, al menos, a los sacrificios fiscales y salariales que se les exige a los españoles); fue, por otra parte, un gran éxito de la casta política el derivar parte del disgusto larvado de la gente respecto al sistema hacia los funcionarios, de los que los políticos y sus sindicatos neoverticales desconfían por sus principios constitutivos de mérito y capacidad, totalmente ajenos a su esencia corrupta y clientelista.
Dicho afán de crear división y tensiones ha sido una constante del régimen actual, como modo de ocultar sus miserias; pero, mientras que en la sociedad civil sí existe derecha e izquierda, en los partidos políticos -que deberían constituir la sociedad política, entendida como intermediario entre la sociedad civil y el estado, pero que son estatales, pues viven de él y con él se identifican-, sólo hay socialdemocracia, que ha engañado durante muchos decenios a la gente con su siniestro señuelo del Estado del Bienestar; en cambio, cuando las cañas se tornan lanzas, por haber favorecido aquélla la conversión de la economía productiva en financiera, creando deuda para sostener el mastodonte presuntamente benéfico, no tiene empacho en cargar el peso del esfuerzo económico sobre los hombros de los ciudadanos (perdón, súbditos); cualquier cosa, pues, antes que la casta política recorte sus privilegios y gabelas así como los de los grupos financieros y empresariales oligopólicos de los que van de la mano. El Estado, en suma, está asumiendo su verdadero rostro de enemigo de gran parte de la nación, y es evidente que su reforma no va a surgir ni de la Monarquía, espejo de corrupciones, ni de los partidos estatales que viven de él, sino de un proceso de libertad constituyente que traiga un régimen auténticamente representativo y una democracia formal que, con sus reglas de juego de control mutuo entre poderes, ponga coto a tantos abusos.