En marzo de 1930, el Presidente de la República de Weimar Paul von Hindenburg firmó la orden de disolución del Reichstag que, a golpe de decreto presidencial, conduciría a un período de dos años de gobierno del Canciller Brüning y a la crisis terminal del sistema parlamentario en Alemania. Fue el preludio trágico de unos sucesos que resultarían desastrosos para Europa y para el mundo. El borrador del decreto de disolución, escrito a máquina por un funcionario del gobierno y rematado por la firma del decrépito mariscal, aun se conserva en los archivos de la República Federal de Alemania. En él llama la atención una última frase, tachada por la estilográfica del propio Hindenburg, y que después no aparecería en la versión oficial del documento: el Presidente del Reich decide disolver la Cámara… “por la imposibilidad de alcanzar acuerdos en la cuestión del déficit público”. Su augusta tachadura en el original, que aun deja leer el texto perfectamente, constituye el reconocimiento de que las cosas no sucedieron del modo en que la narrativa oficial las cuenta. No fueron únicamente la crisis del 29 ni la agitación de comunistas y nazis en las calles de Berlín lo que provocó el hundimiento de la República de Weimar. El fracaso se fraguó también desde dentro, en forma de un gasto público descontrolado, estratosféricos sueldos de funcionarios y altos cargos y una dependencia excesiva del crédito exterior para la ejecución de proyectos urbanísticos desorbitados para las posibilidades efectivas de la época: teatros, piscinas, aeropuertos… El sistema estaba condenado al colapso por causas debidas a la irresponsable gestión de las finanzas públicas. Fue preciso falsear la historia para darle un aire más vendible en el ámbito académico alemán y dejar a salvo la reputación de unos cuantos personajes influyentes.
¿Verdad que todo esto suena muy actual a comienzos del siglo XXI, en la España del ladrillo, del Plan “E” de Zapatero, los coches oficiales y la corrupción? Con solo abrir el periódico tenemos ejemplos de varias manipulaciones informativas en curso, que no pasan desapercibidas al que sepa leer entre líneas. Una de ellas es el juego de prestidigitación conceptual en torno al “rescate bancario”, por importe de 23.000, 40.000 o hasta 60.000 millones de euros, según quién haga las cuentas. Es preciso mencionar que estas cifras colosales, extraídas del bolsillo del contribuyente español, jamás fueron a parar a los bancos sino a las cajas de ahorros. La maniobra de desorientación coló por tres razones: primero, porque antes de su desguace, diversas entidades quebradas (Caja Madrid, Bancaja, Cajas de Avila, Canarias, Laietana, etc.) fueron convertidas en un banco (BFA/Bankia); en segundo lugar, por la incultura financiera del pueblo español, incapaz de distinguir entre un bono, una acción y un depósito a plazo; y, finalmente, la mala prensa que la banca -para ser justos no del todo inmerecida- tiene en este país.
Durante los años que siguieron al descalabro de Lehman Brothers en 2008, las entidades privadas capearon el temporal del modo en que lo hacen siempre, con su experiencia profesional y dotando provisiones. Ciertamente sufrieron el impacto de las subprime y los activos tóxicos, se acogieron a las ayudas públicas y la política del BCE y hubo más de un chanchullo, como el del Banco Popular. Sin embargo, lo substancial del drama tuvo lugar en el ámbito de las cajas de ahorro. Casi todas han desaparecido a día de hoy. De ellas solo queda la de Ontinyent, pequeña entidad situada en mitad del agro valenciano, la cual pudo sobrevivir precisamente por hacer lo que no hicieron todas las demás y mantenerse fiel al planteamiento tradicional de las cajas de ahorros: utilidad social, prudencia financiera y nada de aventuras inmobiliarias.
Las cajas de ahorros llegaron a concentrar el 50 por ciento de todo el volumen de ahorro español y eran, como se sabe, de una titularidad pública no demasiado bien definida. Y como no pertenecían a nadie, ya mucho antes de la democracia se habían convertido en objeto predilecto del mangoneo político. Durante la Transición hubo un intento de profesionalizarlas y democratizarlas mediante la equiparación de su actividad con la de los bancos privados y una famosa ley promulgada por el gobierno de Felipe González en el año 1985 (LORCA). El resto es esa historia, mal conocida y confusa, de la entrada a saco en Asambleas y Consejos de politicastros incompetentes y sin experiencia financiera, crecimiento incontrolado de los balances, desvirtuación de la obra social y construcción de palacios de congresos y aeropuertos sin aviones, y que terminó abruptamente con el desplome del mercado inmobiliario en 2007-2008.
Por lo tanto, cuando oigamos hablar de rescates a bancos, y veamos a todas esas turbas de gente indignada dirigidas por agitadores profesionales que hacen como si les importaran los estafados por las preferentes, pero que realmente están a otra cosa, hay algo que debemos tener bien claro: en realidad no hubo jamás en España un rescate bancario. Lo que ha habido es un enjuague chapucero del desastre de las cajas de ahorros. La responsabilidad de la debacle recae sobre la clase política, que dispone de los resortes necesarios para distraer la atención del público de situaciones graves que comprometen la reputación del Establishment para conducirla hacia diversas bagatelas informativas.
Toda la vida se lleva lanzando balones fuera. Se ha hecho con Rumasa, con el terrorismo de estado durante los años 80, el 11-M, la corrupción del sistema de partidos y otros temas. Cuando la clase política fracasa, se ponen en marcha mecanismos mediáticos y de propaganda encaminados a disimular las causas del patinazo y poner a salvo la reputación de los beneficiarios del régimen del 78. No hay en ello nada conspiranoico ni misterioso. Es un puro proceso administrativo que tiene lugar a plena luz del día. Los únicos incentivos que intervienen son la necesidad de mantener audiencias, el interés económico de la publicidad institucional y el instinto de supervivencia del político de partido. A este, al final, los periodistas le cuentan lo que quiere, los bancos le perdonan las deudas y el votante lo eleva al altar, viendo virtud en el pecado de propios y perversidad en la picaresca del adversario.
Y ciertamente hay que reconocer su mérito a toda esta casta de cantamañanas y parásitos. Si le ha ido tan bien disimulando sus propias meteduras de pata, o haciendo que que la ciudadanía acepte la noción de que democratizar una cosa consiste en someterla al control de los partidos políticos, ¿qué no podrá conseguir con su pico de oro desde un plató de televisión? De aquí a pocos años será necesario reciclar dos nuevos fracasos de la clase política española, no pequeños por cierto: la crisis de deuda y la quiebra del sistema de pensiones de la Seguridad Social. Ahí sí que va a ser difícil convencer a la ciudadanía de que la culpa la tienen Franco, o los bancos, o Angela Merkel. Sin embargo, tal y como están las cosas, y teniendo en cuenta lo idiota que se ha vuelto la gente, después de las reformas educativas del período democrático y cuatro décadas de adoctrinamiento neomarxista, no sería arriesgado apostar a que esto también se logra.