Elvira Roca Barea, autora de “Imperiofobia”, escribe en uno de sus artículos que durante los últimos cuarenta años la izquierda española no ha hecho nada que sea socialmente útil. Viendo lo que sucede en estos días, ¿quién se atreve a quitarle la razón? El tira y afloja en torno a la exhumación de Franco no solo es prueba de una colosal incompetencia del Ejecutivo: desde junio de 2018 se ha estado promoviendo debates, medidas, decretos, titulares de prensa y otros arbitrios encaminados al reciclaje de uno de los símbolos más polémicamente masivos de nuestra historia reciente. Sin embargo, en todo este tiempo, nadie ha sido capaz de mover una sola piedra. Simplemente absurdo. Durante más de cuatro décadas el cuerpo del Caudillo ha dormido la primera etapa de su sueño eterno sin que a nadie le importara lo más mínimo su presencia en Cuelgamuros, ni siquiera lo sucedido en España entre los años 1936 y 1975. Ahora, de repente, la exhumación y traslado a otras ubicaciones sin especificar se convierten en un tema de rabiosa perentoriedad social. Toda la opinión pública de la Nación comienza a gravitar sobre un asunto que, como en otros tiempos las patrioteras reivindicaciones franquistas en torno al Peñón de Gibraltar, solo sirve para entretener a un sector ideologizado del populacho y poner al descubierto la inoperancia del Gobierno de España.
¿Cual es la causa de esta falta de eficacia a la hora de acometer una tarea que técnicamente no plantea dificultades, y que podría ser resuelta mediante cuatro gatos hidráulicos? Lo que vemos es digno de una película de Berlanga: en el último momento, cuando el gobierno ya ha dicho que la cosa marcha y no hay vuelta de hoja, interviene un cura de derechas, o hay desavenencias con la familia Franco, o surge una distracción relativa a decisiones de traslado al Escorial o la Almudena, o Pedro Sánchez tiene que ir a un concierto de rock, o hay que hacer obras en la cripta, o surge de la nada un auto judicial prohibiendo el acceso. Y volvemos a estar en el principio. De un modo u otro, la labor termina siendo aplazada. Hasta el punto en que comenzamos a preguntarnos si ello se debe a la casualidad, o hay alguna mano negra manejando el guiñol.
En realidad, nadie lo sabe. El régimen del 78 es un lugar bastante extraño. Hay varias teorías que explican la reticencia gubernamental a la hora de practicar la exhumación. Hay quien opina que Pedro Sánchez teme las consecuencias de esta decisión administrativa. En España los partidarios de Franco aun componen un substrato sociológico considerable. Muchos de ellos, fieles a la tradición marcial de todo fascismo que se precie, son aficionados a las armas y en sus buhardillas guardan rifles de caza con mira telescópica. Quizás aquel incidente de hace algunos meses con el famoso “francotirador” no fue un simple montaje de la prensa afín, y había detrás de él cierto temor ante la posibilidad de un peligro real. A Pedro Sánchez no solo le interesa mantenerse en el poder. También le gustaría, una vez terminado su mandato, poder pasearse al aire libre sin tener que mandar a la Guardia Civil a mirar detrás de cada seto ni vigilar los balcones de las casas. Es posible, asimismo, que el Presidente del Gobierno se inhiba por consideraciones de estrategia política: ciertamente le interesa que Vox sea tan fuerte como para debilitar al PP quitándole votos, pero no lo bastante para atraer a las urnas a unos estratos reaccionarios que hoy viven desenganchados de la política, y que podrían hacer bascular hacia el tripartito derechista el resultado de las próximas Elecciones Generales. En cualquier caso, y dadas las circunstancias, puede predecirse con un margen razonable de seguridad que los restos mortales del dictador seguirán descansando bajo esa ciclópea lápida hasta bien entrada la primavera, sin grúas ni terremotos que perturben su telúrico letargo.
Cabe otra posibilidad más poética y trascendental: que el empeño del presidente Sánchez y sus corifeos de la izquierda podemita estén condenados al fracaso por tratarse de vanos intentos de hacer frente no solo al peso del granito, sino de la misma historia. En este vodevil jalonado de postureos progres y fracasos de una Memoria Histórica pretenciosa y sectaria, que aspira a convertirse en motor de regeneración moral del sistema sin conocer siquiera los hechos que se están juzgando, el reciente auto del magistrado José Yusty Bastarreche, del Juzgado de lo Contencioso Administrativo Número 3 de Madrid, no solo supone un auténtico jarro de agua fría pre-electoral para el indignado populacho de izquierdas. También es un alivio para el Presidente del Gobierno, permitiéndole dejar el tema ad Kalendas graecas mientras se concentra en la resolución de otras tareas más urgentes. Yendo más lejos, incluso, podríamos leer esta inenarrable pieza de la literatura jurídica que prohíbe la exhumación de un dictador por razones de seguridad laboral del mismo modo que una novela de Mark Twain, en dos niveles de significado, uno literal para los más pequeños, en el que te cuentan las travesuras de Tom Sawyer, los crímenes del indio Joe, etc., y otro más profundo, dirigido a los adultos y los profesores de literatura, para transmitir elementos de crítica social, una visión de la existencia u otras sesudas consideraciones del mismo jaez.
Como respuesta al auto judicial del magistrado Yusty Bastarreche, el aparato propagandístico del gobierno utiliza términos típicos del marxismo banal como “obstruccionismo”. El tema, sin embargo, va más allá de esa pejiguería de reglamentos y normativas a que somos tan aficionados los españoles. Por el contrario, tiene un carácter tan serio como los propios acontecimientos de nuestro pasado a los que se alude. Cuando el magistrado escribe frases de este pelaje: “… de por sí algo complicado, difícil de manejar y por tanto peligroso por el riesgo evidente de caída, rotura o cualquier otro accidente que pueda ocurrir, y que a su vez pueda causar daños a las personas”, o bien señala que debajo de la estructura pueden existir “partes huecas” y que por lo tanto el movimiento de la losa puede “desestabilizar” el conjunto, y que además “no se ha hecho un estudio serio y riguroso de la seguridad de toda la operación”, lo que cualquier lector perspicaz podría vislumbrar entre líneas es la verdadera causa de que aquí no se esté moviendo ni un solo adoquín. No se trata tan solo de retórica judicial, escrita en ese estilo pretencioso y pasado de moda que conocemos bien. También se trata de símbolos, de alegorías, de frases de doble sentido, de serias advertencias contra quienes se atreven a contravenir la máxima moral de aquel gran poeta alemán de la Edad Media que fue Walther von der Vogelweide: “no está permitido lo que tampoco puede hacerse”.
Es importante entender que debajo de esa lápida de dos toneladas no se halla concretamente el mal que impide el perfeccionamiento de la democracia en España. Lo que hay es la base sobre la cual se levantó el Régimen Constitucional de 1978, su piedra maestra y su razón material de existir. Ahí abajo se encuentran las cámaras secretas, las estructuras precarias y los cimientos ocultos que sostienen todo el edificio. Por la misma razón que en la naturaleza los efectos tienden a oponerse a las causas que los provocaron sin poder anularlas, en la lógica de los acontecimientos actuales resulta improbable que la acción de la clase política española llegue a producir alteraciones significativas en el diseño urbanístico del Valle de los Caídos. No hablemos ya del sistema político actual y sus gravísimos defectos denunciados por el difunto Antonio García-Trevijano -falta de auténtica representación, gobierno de los partidos, confusión de los poderes del Estado- que tarde o temprano habrán de producir en todo ese tinglado un colapso irreversible. Aquellos militantes de izquierda bien intencionados que ponen su ilusión en esta aventura funeraria promocionada por el Gobierno de España ya pueden ir bajándose del guindo. Lo que tienen enfrente no es a un juez obstruccionista, sino el peso de la historia de España, para bien de unos, mal de otros e indiferencia de una silenciosa y sacrificada mayoría. El pintoresco auto de este magistrado conservador no es una burla contra la canalla podemita, funcionalmente analfabeta e incapaz de ir más allá del plano literal del lenguaje, sino un aviso para navegantes experimentados: ojo con la escollera, señores. Que el buque no puede ir por donde le da la gana al pasaje, sino por rutas seguras trazadas en las cartas de navegación.