En el Floreto de anécdotas que recopiló un fraile dominico del XVI residente en Sevilla leemos que el Papa León décimo (“Poiché Dio ci ha dato il Papato, godiamocelo”) era aficionado a caza de liebres y cuando las corrían los galgos, mirábalas con un anteojo que traía, que era corto de vista; decía a voces:
–¡Sálvate, liebre mía!
Y cuando se escapaba, “quedaba más contento que suelen quedar los que las matan: parece que era de corazón piadoso y compasivo”.
El buenismo animalista no es invento de estos frailones de misa y olla que quieren prohibir la caza en este Estado servil o socialdemocracia. Su invento es la hoguera para todo aquél que no reconozca “sus verdades” como axiomas euclidianos, truco, por ejemplo, del partido Ciudadanos para hacerse… “transversal”, que en eso consiste la soriasis, o peste de Soros, que recorre Europa, donde se ha desarrollado la sociedad más servil que se haya visto, incluida la soviética del tiempo de Stalin.
El cinismo llama a esta calaña cultural liberalismo, tronco del “feminismo liberal” del nadador centrista Rivera, que juega a componer con la jerezana Arrimadas una expulsión del Paraíso a lo Masaccio para cartel de votación.
La única caza liberal es hoy la caza de brujas: de hecho, “cazador” o “machista” es el equivalente a “bruja” en el Salem del XVII. El mecanismo mental, resumido por Scruton, es tan simple como atribuir al acusado el odio del acusador.
No soy cazador, pero prefiero la perdiz salvaje al pitu de caleya, y si me preocupa el prohibicionismo no es por miedo a una invasión de jabalíes (mejor un jabalí que un tonto), sino porque, sin cazadores, ¿quién conservará el español? Según Azorín, sólo los cazadores, no los pelantrines, saben de las cosas del campo, y leía en “El experimentado cazador”:
–En el verano debes buscar y cazar las liebres en los labrados y palmares; en los prados juncales, en los altillos donde corra el aire, y en las viñas, al cebo de la yerba fresca y lo fresco de las parras.