La moda es decir “gobernanza” por gobierno como se dice “Estado de derecho” por Estado: los snobs, con eso, creen llenar de contenido sus nueces vanas.
La “gobernanza” en su sentido snob nos la trajo a España el académico Cebrián, que se la urraqueó a Felipe González, que se la había urraqueado a Strauss-Kahn, el sátiro del FMI.
“Gobernanza” es la llevanza de una gran casa: o sea, lo de Mrs. Danvers (Judith Anderson) en “Rebeca”. España, en efecto, era una gran casa, pero cuando González se puso la cofia (“tó pal pueblo”) el servicio acabó en la cárcel.
–Mi confianza en el pueblo gobernante es infinitesimal; mi confianza en el pueblo gobernado es infinita –dijo famosamente Dickens, en cuyo mundo, según Santayana, ¿quién podría no ser feliz?
Santayana ve en Dickens mucho que el comunismo, “si viniera”, tan sólo universalizaría: aquellas escuelas, aquellos asilos de pobres, aquellas prisiones… Todo el mundo sería un desamparado, y entre los agentes del gobierno social habría Pecksniffs, Squeers y Fans, mientras que los Fagins serían comisarios del pueblo…
–Habría también, entre los ineficientes, más de una Dora y una Agnes y una pequeña Emily, con su encanto, pero sin su tragedia, pues ésta sería una de las cosas que la prometida reforma social haría felizmente imposible, al eliminar de ella toda desgracia.
Y en ese Estado estamos.
En toda nación se produce una diferenciación natural entre los fuertes (gobernantes) y los débiles (gobernados), hecho que constituye… el Estado. Esta diferenciación surge cuando los primeros imponen su voluntad a los segundos. Defender, dice Duguit, que la voluntad de unos individuos es de naturaleza superior a la de los demás es una afirmación de orden metafísico. Pero se defiende. Ahí está toda la literatura política (infinita como la confianza de Dickens en el pueblo gobernado) que inunda el mercado con el único fin de hacernos más llevadera (¡la llevanza!) la penosa diferenciación entre gobernantes y gobernados.