En la socialdemocracia todo es mentira, menos lo malo, y cuando se abre un costurón (“la extrema derecha”, ahora) la culpa nunca es del consenso, sino del chachachá.
–La culpa fue del cha-cha-chá. / Sí, fue del cha-cha-chá / que me volvió un caradura / por la más pura casualidad.
En Andalucía los alipendes de Ciudadanos piden al socialismo que se haga el haraquiri de abstenerse a fin de que el picarón Juan Marín pueda desmontar un régimen de cuarenta años, con el sorayo Moreno de Verde Luna a su lado, sosteniendo un solo de corneta de la “Madrugá” para darle marcha a la “regeneración democrática”.
El haraquiri es un ritual japonés de suicidio por desentrañamiento sacado del bushido, el código samurái traducido por Millán Astray para su reglamento legionario. Pero los haraquiris políticos no existen: sólo son mitos propagandísticos. Así, el mayor hecho revolucionario de la Revolución francesa, que no son los crímenes de la Bastilla, sino la abolición formal del feudalismo mediante los juegos de manos (“de la ley a la ley”) del marqués de Noailles y del duque de Aiguillon (Armand Désiré, que invadiera Versalles disfrazado de verdulera): lo que se presentaba como una generosa renuncia aristocrática (¡el haraquiri de la nobleza!), con muchos “mueras” al Antiguo Régimen, sólo era una operación financiera para convertir en capital circulante el inmovilizado feudal, asunto esclarecido por Lefebvre, historiador marxista y, sin embargo, genial, que acuñó el decisivo concepto historiográfico de “mentalidad colectiva”.
Otro falso haraquiri político es el de las Cortes franquistas de la Reforma de Miguel Primo, pacto en pro de una “democracia gobernada” entre el miedo de los que estaban y la codicia de los que llegaban, base del terror que aún inspira en la derecha la posibilidad de parecer facha.
En C’s, cuya cultura de la Transición son las citas de Sabina que hace Rivera, creen que Sánchez es su Aiguillon o su Primo, y Susana Díaz, Mishima de Triana.

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