Si queremos ser reconocidos como europeos, antes que como españoles o suecos, debemos superar dificultades que los historiadores de la política y la cultura de las naciones no han vencido. Pues, de una parte, nuestra idea de Europa no se deriva de hechos comunes o acciones coetáneas de los europeos, sino de hazañas asombrosas realizadas en tiempos dispares por algunas naciones particulares; y de otra parte, las imágenes proyectadas con las acciones de pueblos europeos sobre los no europeos, o sea, las diversas ideas foráneas de Europa, son más sencillas y están mejor definidas que la imagen idealista y compleja que nos hacemos de ella.
La condición europea de las diversas acciones nacidas en este continente nos vino impuesta desde fuera. La geografía daba una identidad común a lo que era constantemente distinguido con la particularidad singular de las historias nacionales. Esa insólita deformación de la historia por la geografía ha provocado la doble paradoja de Europa:
a) Fuimos europeos cuando no lo sabíamos (antes de 1823) y dejamos de serlo cuando lo supimos (después de 1870).
b) Construimos los valores europeos cuando carecíamos de conciencia europea y los destruimos cuando accedimos a ella.
La pretensión de atribuir a Europa los hechos nacionales que tuvieron mayor trascendencia para el mundo carece de fundamento científico. Reducir la historia de Europa a la suma de las más llamativas gestas de algunos de sus pueblos, antiguos o modernos, además de ser anacrónico, supone una indiscriminación cultural y una arbitrariedad política. No hay filosofía de la historia que pueda definir Europa con la adición del legado greco-romano-cristiano al Renacimiento del arte y del Estado, al descubrimiento y colonización de América, a la Reforma protestante, a la revolución industrial, a la Revolución francesa, a la conquista colonial de Asia, a la conquista colonialista de África y a la revolución rusa.
La moderna conciencia europea no se formó de golpe ni de modo lineal. Se inició en 1823, con la llamada del romanticismo a la independencia de Grecia. Se acabó al hacerse europea la guerra del 14. Se contradijo en la rebelión de Bélgica y conquista francesa de Argelia (1830); se uniformó en las revoluciones del 48; se afirmó con la unificación de Alemania e Italia y la abolición de la servidumbre en Rusia (1858); retrocedió con la ocupación colonial de Asia; se anestesió en la guerra franco-prusiana (1870) y el reparto de África; se enardeció con la guerra de EE UU a España (98) y el sitio de Port-Arthur (1904) en la guerra ruso-japonesa.
Las ideas foráneas de Europa responden a la distinta naturaleza de las acciones de Estados europeos en los demás continentes. Aunque todas ellas han tenido de común la trasgresión del principio de igualdad de los seres humanos, sin embargo los modos culturales de trasgredirlo, muy distintos en violencia y duración, han dado origen a tres ideas sobre Europa, derivadas de las tres formas clásicas de la explotación de unos pueblos por otros: la colonizadora, la colonial y la colonialista. La primera ocasionó la idea americana de Europa, con sus derivaciones al norte y sur. La segunda, la idea asiática con sus variantes al lejano y próximo oriente. La tercera, la idea africana con sus modalidades mediterránea y subsahariana. Se distinguen por la ausencia o grado de mestizaje cultural que causa el mayor o menor respeto a las estructuras sociales de los países explotados.
Después de la guerra mundial, la explotación económica inherente a la descolonización (modelo neocolonialista de la libertad teórica de mercado patrocinado por los organismos internacionales) ha aproximado la imagen exterior de Europa a la de Estados Unidos de América. El nuevo tipo de dominio europeo, prepotente hacia abajo y sumiso hacia arriba, está arruinando las esperanzas de que la UE ponga límites a la continua trasgresión de los derechos humanos en el mundo por EEUU.
*Publicado en el diario La Razón el lunes 5 de noviembre de 2003.