Hace poco critiqué aquí la falta de sentido que supone aplicar el lema «Unidos en la diversidad» a la Constitución de la UE. Mi crítica descansaba en el hecho de que esa consigna es aplicable a todas las «universitas» que superan la diversidad en un principio unitario. Fuera del terreno cultural, en el campo estrictamente político, no puede haber «universitas» más que en aquellos Estados que han integrado, bajo una soberanía superior, la diversidad de las soberanías particulares que lo componen. El ejemplo clásico está en el Estado federal. La UE, que es «universitas económica», difícilmente puede constituir una sola comunidad cultural, y en modo alguno una «universitas política».
La unión económica europea es un hecho adquirido. Ése es el principal atractivo de la UE para todos los Estados nacionales que quieren formar parte de ella. No se puede decir lo mismo de la unión cultural. Ningún movimiento nacionalista sin Estado se considera integrado o representado en los valores estatales de la UE. Incluso es muy problemático que la diversidad cultural de las naciones europeas haya encontrado en la UE el camino de su integración en una unidad cultural de orden superior.
La cultura popular sigue siendo nacionalista, y la alta cultura, universalista. Entre ellas no hay una cultura europea intermedia. Pese a la uniformidad cada vez mayor de las costumbres, impuesta por la universalidad del consumo en masa, las telecomunicaciones, las modas y los modos de ocio, aún se puede hablar de cultura francesa, alemana o española a causa de su diferente escala de valores. No existe cultura europea distinta de las culturas nacionales. Una misma civilización se sostiene en culturas tan diversas como la portuguesa y la lituana.
La síntesis cultural europea no la expresan los Estados nacionales, sino la pervivencia de los credos comunes legados por la antigüedad, en gran parte contradictorios, que la formación de las Naciones encarnó en unidades separadas. Cada Nación europea es una micro-Europa cultural y un foco de irradiación de cultura universal. De ahí que todos los intentos de restaurar la unidad de la cultura europea hayan sido antiliberales y reaccionarios. La dramática confusión entre cultura y política ha sido el pecado capital de todos los nacionalismos. La falta de «universitas cultural europea» no es, sin embargo, un hecho lamentable para el mundo ni perjudicial para la unidad política europea. Al contrario. El pluralismo cultural intereuropeo favorece la libertad política colectiva y la comprensión de las culturas extra-europeas.
A la diversidad cultural de Europa no la unirá un elemento común de orden civilizador procedente del pasado. Sin un nuevo factor de unidad, las culturas nacionales seguirán impidiendo o retrasando la formación de una conciencia europea. La guerra de Iraq, como antes la de Kosovo, pusieron de manifiesto que la falta de esta conciencia unitaria constituye ya un escándalo cultural, capaz de movilizar a las masas. Esto significa que el exceso de directivas comunitarias sobre los aspectos organizativos de la Unión Europea no tiene efectos apreciables sobre los aspectos sentimentales y políticos. Sobran eurócratas y faltan hombres de Estado.
Dándole un sentido político, los constituyentes de la UE han tomado el lema de «unidad en la diversidad» de los análisis culturales de Europa. Pero Eliot nos previno en 1948, en emisiones radiadas al pueblo alemán, contra el peligro de confundir política y cultura. La primera debe acometer la organización material europea (mecánica decía Ortega) sobre un principio de unidad espiritual. La segunda, proporcionar ese principio orgánico. La cultura no se construye ni fabrica, como no se construye ni fabrica un árbol. Sólo podemos plantarlo, regarlo y esperar que crezca. Y el árbol de la unidad en la diversidad cultural sólo puede plantarlo y regarlo la unidad de soberanía supranacional.
*Publicado en el diario La razón el jueves 18 de septiembre de 2003.