La gratuidad de la guerra de Iraq interrumpió bruscamente mis análisis del arte plástico europeo durante la primera mitad del siglo XX. Comprendí enseguida que esta guerra planteaba, como la de Kosovo, el problema de Europa, el de su división política, el de su ausencia como factor de paz en el escenario de los acontecimientos mundiales. Mi reflexión sobre las causas que determinaron el nacimiento del arte abstracto, tan vinculadas a las crisis de los valores estéticos que se manifestaron en la guerra del 14 (dadaísmo) y la revolución rusa (Malevich), me hizo caer en la cuenta de que las vanguardias de la modernidad artística justificaron la abstracción estética del mismo modo que los modernos belicistas la abstracción ética.
En los célebres «Rencontres Internacionales de Ginebra», el filósofo tomista Etienne Gilson afirmó que lo característico de Europa, su connotación esencial, no había sido la liberación del hombre de su servidumbre voluntaria ante el poder, producida con la proclamación revolucionaria de los derechos del ciudadano, sino la liberación del arte de su servidumbre imitativa de la naturaleza, fundada en la disciplina estética de la originalidad, que Kant propuso en su «Crítica del Juicio», Mme. Staël divulgó y Delacroix hizo suya. «El arte no conoce, produce; el arte no imita ni expresa lo dado, lo aumenta». «La primera de las artes, la música, ¿qué imita?» «La pintura y la música están por encima del pensamiento, de ahí su ventaja sobre la literatura».
Aparte de la contradicción que supone apoyar esta tesis europeísta de la liberación del arte en el movimiento literario impulsado por el traductor del norteamericano Edgar Alan Poe (Baudelaire), no era decoroso que el espíritu europeo presumiera de liberador, cuando Europa acababa de ser liberada del fascismo por EE UU y aún humeaban los campos de exterminio. Delacroix podía ser un precioso adelanto del impresionismo, pero no de la pintura abstracta. Además, diez años antes de la conferencia de Gilson, el pintor Pollok había demostrado en París que la abstracción americana se desarrollaba por vías independientes de las europeas.
La presunción europea de la liberación del arte tampoco se justificaba con la musicalidad de la filosofía (Leibniz), de la matemática, de la poesía, de un cuadro (orfismo) o de un ruido. No se puede definir Europa por su conciencia musical. Ontológicamente no es distinta de la americana, la asiática o la africana. ¿Acaso es la única que todo el mundo puede comprender? ¿Inventó Europa la música como lenguaje universal? Esa cuestión también fue pobremente debatida en los «Rencontres» de Ginebra.
Elegir el «Himno a la Alegría» de la novena sinfonía de Beethoven como símbolo de Europa está justificado porque es representativo de una de las más altas cumbres europeas del arte universal, pero no porque la música clásica y romántica sea la etapa definitiva de la conciencia musical, en tanto que expresión de sentimientos innatos, como sostuvo Ansermet en aquellos «Rencontres». Ese musicólogo, discípulo de Husserl, despreciaba la función de la razón en la creación de estructuras musicales. Pero las de Rameau son tributarias de la física cartesiana, como las de Monteverdi de la copernicana, y sin embargo crean verdaderas emociones musicales. Y si Debussy se liberó de las técnicas clásicas y románticas, no dejó por ello que su música se determinara exclusivamente por la razón o la teoría.
La dodecafonía de Shoenberg, la disonancia y la música experimental, codificadoras de sonidos y no de instintos, traducen la crisis moral de la conciencia occidental, del mismo modo que la codificación de los colores para la pintura abstracta, de los materiales del arte de objetos para el mercado o de las bombas inteligentes para las guerras «reflexivas». Los modernos pentagramistas ponen sonidos de fondo terrorista a las guerras abstractas de las partituras «pentagonistas».
*Publicado en el diario La Razón el lunes 15 de septiembre de 2003.