La guerra de Iraq ha puesto de manifiesto que la conciencia económica de Europa, plenamente consolidada con el euro, aún no ha conseguido elevarse a conciencia política europea en sus gobernantes. Ha bastado la desafinada flauta del pastor tejano de Occidente, alertando contra el asomo de independencia de Francia, Bélgica y Alemania en política exterior, respecto de la fijada por EE UU, para que las ovejas europeas decidan constituirse definitivamente como rebaño unido en el redil norteamericano.

El proyecto oficial de Constitución de Europa consagra el veto de cualquiera de los 25 Estados miembros, para hacer imposible que la Unión adopte una posición común, en política internacional, diferente a la de EE UU. La Constitución de la definitiva dependencia exterior de Europa es lo que se esperaba de estos Estados de partidos pseudo-democráticos, donde la conciencia política de los gobernantes jamás puede coincidir por sistema con la de los gobernados. El descrédito político de la UE aumentará en la misma proporción que su éxito económico. En materia de uniones estatales siempre se retrocede cuando no se avanza.

La conciencia europea de Francia, Bélgica y Alemania ha sido anulada por la de vinculación al Imperio occidental en los demás Estados asociados. Aunque las causas y las circunstancias históricas sean tan distintas, un fenómeno parecido sucedió hace más de mil años, en el albor de la conciencia europea de Francia, Germania y Lombardía (la que forjó el Reino carolingio), cuando la unidad se diezmó en la Europa de las Iglesias del imperio romano-occidental, opuesto al romano-helenístico de Bizancio. Lo occidental prevalió, como ahora, sobre lo europeo. A pesar de que, también como ahora, grandes y pequeños países se unieran para hacer obras económicas comunes, con división internacional del trabajo, como la del célebre puente de Mayence (Mainz) sobre el Rin.

Esta pobre y subordinada Constitución de Europa no podrá llevar en su Preámbulo el legendario epigrama que figuraba bordado en el manto estrellado del emperador Enrique II, el piadoso príncipe sostenido por los soldados que «la madre Europa había enviado a Italia para ayudarlo» en su huida de la peste de 1202: «Oh tú, honor de Europa, César Enrique dichoso. Que Aquel que reina en eternidad aumente tu imperio». Cuando murió aquel emperador, devenido santo, un poeta renano cantó la nostalgia carolingia de la unidad europea perdida, en su famosa elegía «Llora Europa ya decapitada». Al menos ahora no habrá decapitación futura. Europa se constituye como un feto de inmensa barriga, sin pies ni cabeza.
Nace sin pies, o sea, sin capacidad de locomoción en todas direcciones, pues sólo podrá reptar y engordar a la sombra occidental del Imperio americano. Nace sin cerebro, como «monstruo de múltiples cabezas» soberanas, en expresión de Dante, pues carece de órgano de pensamiento capaz de transformar la conciencia intelectual de la existencia de Europa en propósito de acción propiamente europea. Sin conciencia cultural de su identidad política y sin propósito moral unitario, que ya sería acción en la esfera del pensamiento, no es posible la formación, en el doblegado cuerpo multicerebral de Europa, de una voluntad política común que alise sus pliegues nacionalistas y lo enderezca.

La Constitución de Europa no constituye algo nuevo que pueda afectar a la vida de los ciudadanos europeos. No es democrática ni antidemocrática. Simplemente no es una Constitución. Las materias de que trata no son constituyentes del Poder político en la sociedad europea. Consagra la división existente. En el mundo internacional, considera a los Estados europeos como éstos a los partidos estatales en el mundo nacional. Avanza en la Administración conjunta de los recursos europeos. Retrocede en las esperanzas razonables de paz, puestas en un equilibrio interno de las potencias europeas asentado en las bayonetas del Imperio.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 10 de julio de 2003.

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