Ginebra.

No hay espíritu sin materia, como no hay alma sin cuerpo. Nunca he comprendido, por ello, el significado de la expresión «espíritu europeo», tan manoseada por los mejores intelectuales del continente desde el final de la guerra mundial. He releído las conferencias y coloquios de los «Rencontres» de Ginebra sobre «El espíritu europeo» (Ediciones Guadarrama, 1957). A medio siglo de distancia, aquellas vagas disertaciones me parecen responder al deseo idealista de purificar la conciencia europea de todo sentimiento bárbaro, como si el nazi-fascismo no hubiera sido un fenómeno popular ocurrido en Europa.

Salvo la tesis realista de Julien Benda (negadora de la conciencia de unidad europea en el plano político y en el espiritual) y las precisiones históricas de Rougemont y J. R. de Salis, la reflexión de los grandes nombres (Merleau-Ponty, Jaspers, Jean Wahl, Guéhenno, Bernanos, etcétera) se redujo a una etérea confusión del espíritu europeo con el espíritu universal del cristianismo o del humanismo militante. Una confusión que ha dejado al pensamiento europeo de la segunda mitad del siglo XX sumido en la parcialidad, la perplejidad y la impotencia.

El primer deber de un intelectual es poner las cosas en su sitio y llamarlas por su nombre. Un hecho capital se impone a la conciencia. Nadie negará la evidencia de que la unidad política o espiritual de Europa no se ha podido realizar porque, incluso en las oportunidades históricas más favorables, la voluntad europea chocó frontalmente con las barreras, hasta ahora infranqueables, de dos enemigos ideales más poderosos que ella: el ideal del mundo y el ideal de la nación, o sea, el humanismo renacentista y el nacionalismo romántico.

La grandiosidad moral del primero (Erasmo, Kant, presidente Wilson) abortó el nacimiento del patriotismo europeo en aras del cosmopolitismo. Los ciudadanos del mundo, para sentirse como tales, no necesitan transitar por la ciudadanía europea. Todo el pensamiento utópico saltó en el vacío, desde lo local que condenaba a lo universal que soñaba. El camino hacia la paz perpetua no tiene necesidad de estación europea. Mientras que la unidad política de Europa no sea imaginada como garantía de la paz mundial, el cosmopolitismo será su enemigo en la esfera del pensamiento y de la ética. ¿Para qué crear un rival de EE UU que cree nuevos conflictos? ¿No es mejor regenerar el Imperio mediante un movimiento mundial, ya iniciado, que introduzca el humanismo-humanitarista en la globalización? ¿No se han manifestado también las masas, en Salónica, contra la UE?

El segundo enemigo de Europa, el nacionalismo, tiene mayor potencia operativa que el cosmopolitismo porque está encarnado en los propios gobiernos de la UE. El «alma nacional» y el «espíritu del pueblo» (que una Europa sin cuerpo unido no puede tener), fueron creaciones políticas de la filosofía romántica y del historicismo cultural que condujeron a las dos guerras mundiales. Y desde entonces, los países europeos no han cambiado de sentimientos nacionales en el mismo sentido ni al mismo ritmo. La posición ante Estados Unidos, a propósito de la guerra de Iraq, ha marcado las profundas diferencias que separan al centro de la periferia.

Los Estados de Europa Central (Francia, Alemania, Benelux), superando egoísmos y temores tradicionales, se han inclinado hacia la independencia exterior de la UE, donde aspiran a ser potencias hegemónicas. Los Estados periféricos (Reino Unido, España, Portugal, Italia, Polonia, Lituania, etcétera), encantados de jugar un papel subalterno en los asuntos mundiales, ponen su seguridad en manos de la jefatura prebendaria de un Imperio, antes que confiarla a la independencia de una Europa unida, bajo la hegemonía franco-alemana entre Estados iguales. Como el cosmopolita Voltaire ante el golpe absolutista de Maupeou (1771), prefieren ser cola de león imperial que cabeza de par «entre ratas de su misma especie».

*Publicado en el diario La Razón el lunes del 30 de junio de 2003.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí