Si el asalto al Ejecutivo por parte del Legislativo, interpretando decisiones no definitivas del Judicial, hubiera estado sólo motivado por el triunfo de la decencia pública, aunque se siguiesen transgrediendo y contraviniendo peligrosamente los postulados que Montesquieu enuncia en el Libro XI de su Espíritu de Las Leyes, desarrollados genialmente sesenta años después por Benjamin Constant, el mayor teórico constitucionalista de todos los tiempos, podría, empero, justificarse desde la buena intención puritana y saneadora que lo hubiese nimbado y motivado. Pero ése no ha sido el fundamento de dicho asalto; sólo ha sido un álibi de fariseo consumado. El fundamento sólo ha sido eso que César vio en Orgetórix en la Guerra de las Galias, “regni cupiditas”, esto es, la pasión o ansia de mando, de gobierno. Sin llegar siquiera a una cuarta parte de los diputados del Parlamento para sostenerle en el gobierno ( el segundo precedente en la Historia del parlamentarismo español, después del desdichado Azaña ), Pedro Sánchez, se ha visto obligado a pergeñar una macedonia de intereses distintos y hasta contrapuestos para poder coronar su sueño de César, aunque sea por unos meses, y a riesgo de convocar a enormes peligros para España, unidad nacional, deuda pública, crecimiento económico, empleo, estabilidad de la monarquía, creciente errabundez del Parlamento, etc. Aunque nadie tiene pruebas para afirmar que Pedro Sánchez ha conseguido los votos comprándolos en un mercadeo de zoco turco, es un hecho que nadie presta sus votos sin pensar conseguir algo a cambio. Es evidente que Pedro Sánchez tiene compromisos, ya que no tiene Programa de Gobierno, y aunque su gobierno tiene algunas personas solventes todo parece indicar que chupará la rueda del trabajo del Gobierno anterior. Y si tiene compromisos sólo los puede tener con los independentistas, esto es, los que quieren destruir España. Los que tenga con Podemos son más lógicos y razonables; representan el entendimiento propio de las izquierdas. Y Podemos ya no es lo que era con la nueva casa de su caudillo.
Además, la bandera que enarbola Pedro Sánchez, la de la regeneración ética, no es creíble en cuanto que su partido, el de los ERE, ha pactado con el de los catalanes del 3%. Por otro lado siendo su “ascensión” legal y constitucional, es, sin embrago, atípica en una democracia constitucional. El ya enterrado Montesquieu advertía que “si el poder ejecutivo no posee el derecho de frenar las aspiraciones del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues, como podrá atribuirse todo el poder imaginable, aniquilará a los demás poderes”.
No hay nada más peligroso en una Democracia que una Asamblea legislativa en la que ningún Partido ha obtenido la mayoría absoluta. Una Asamblea así es el poder más errático en sus movimientos, el más imprevisible en sus resultados, el más letal para el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Pues sin Ejecutivo que la contenga se hace caprichosa, voluble, inconstante e incierta. Los vicios de este tipo de Asambleas sin partidos mayoritarios son la ausencia de responsabilidad, incluso moral, los objetivos más temerarios y la persistencia en el error. Es la Asamblea que Robespierre, el Incorruptible, dominaba con el nombre de Convención. En una Asamblea así, nadie puede confiar plenamente ni en sus más íntimos amigos. Si se expone una opinión popular, la tumultuosa aprobación de los asistentes les invita a exagerar. Cuando una asamblea sin mayorías recibe un impuso, ya no tiene forma de detenerse. Sigue el impulso fatal, muchas veces en contra de la inmensa mayoría de sus miembros. Una minoría bien coordinada, que cuenta con la ventaja del ataque, la falta de escrúpulos, y la desvergüenza, que amedrenta y seduce alternativamente, acaba dominando a la mayoría si ninguna autoridad exterior tiene la facultad de intervenir.
El Rey de España debe saber que el 82% de los miembros de la Asamblea Legislativa de la Revolución Francesa eran cerradamente monárquicos, y se plegaron al terror generado por el 18% de los más violentos, que eran los republicanos. Las tres cuartas partes de la Convención aborrecían los asesinatos que tenían París por escenario, pero estaban secuestradas por una minoría muy violenta y tenaz. Y si uno lee las actas del Parlamento de Inglaterra, desde 1640 hasta su disolución por Pride, antes de la muerte de Carlos I, ha de llegar a la conclusión de que las dos terceras partes de los parlamentarios deseaban ardientemente la paz y la estabilidad de la monarquía. Si no hay una mayoría en un Parlamento lo gobernará siempre la minoría más violenta y audaz, menos escrupulosa y más desvergonzada. No quiere decir esto que nuestro Parlamento se encuentre en la actualidad como la Convención revolucionaria y el Parlamento cromwelliano, pero su disposición de mayorías artificiales y contra naturam lo asemejan. Y lo peor que le puede pasar hoy a España es que nuestro Parlamento “desbordado” pueda imponer al Ejecutivo decisiones que desbaraten la frágil estabilidad de España y sus instituciones, por buen Gobierno que encarne tan Ejecutivo.
Ante esta situación la figura de Mariano Rajoy, sin duda trágica y grandiosa a la vez, se nos revela y agiganta como aquel Arístides el Justo que el pueblo de Atenas condenó al ostracismo porque su moderación y prudencia, fundamentadas en una inteligencia superior y sencillez de trato, impedían a la Ekklesía los desbordamientos emocionales. Los hodiernos demagogos triunfantes no pasarán a la Historia por la puerta grande, y sí el vencido de espíritu superior, educado, que abría la puerta para entrar a solucionar los problemas, y no la rompía, y que configuró un Gobierno eficaz sin campañas publicitarias, ni alharacas mediáticas, en la circunstancia económica más grave de España.