Ningún otro momento de la humanidad había sido más lúcido ni más hermoso. Nada lo ha igualado después. Aquel acontecimiento, conmovedor de la historia europea, no parecía obra de los hombres. Poblaciones enteras, con idiomas diferentes, religiones distintas, historias particulares, pensamientos universales y acciones locales, se encontraron transportadas de repente, por una ola de entusiasmo, a la cima de una sola espiritualidad política y se descubrieron como iguales en la libertad.
Desde esa cumbre sentimental, despejada de ideas brumosas que ofuscaran el juicio de su natural sencillez, los pueblos europeos vieron donde se escondía la matriz de su desdichado pasado y por dónde se iniciaba el camino del venturoso porvenir. Al comprender la causa ajena de su servidumbre, se liberaron de ella, confraternizaron y se federaron. El acontecimiento llenó de esperanza los hogares europeos, y de espanto las Cortes de los Monarcas. La idea clara surgió el 12 de julio de 1791 y se derogó el 18 de Brumario de 1799. La Europa sentida como patria de la libertad se estuvo realizando durante 8 años, 4 meses y 6 días.
La buena nueva empezó cuando Luis XVI ratificó el texto de la primera Constitución europea: «La Nación francesa renuncia a emprender guerra alguna para hacer conquistas y no empleará sus fuerzas contra la libertad de pueblo alguno». Tan pronto como se divulgó esta «declaración de paz al mundo», garantizada con el Decreto de «acordar fraternidad y socorro a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad, encargando al poder ejecutivo dar a los generales las órdenes necesarias para socorrerlos y defender a los ciudadanos que sean vejados por causa de la libertad», todas las poblaciones europeas quisieron ser francesas.
Los habitantes del enclave papal de Avignon piden, los primeros, la anexión. Los Reyes preparan la guerra contra Francia. Brisot cursa instrucciones al cuerpo diplomático: «Decid a las potencias extranjeras que nosotros respetaremos sus leyes y constituciones, pero queremos que la nuestra sea respetada. Decidles que, si los Príncipes de Alemania continúan favoreciendo los preparativos contra Francia, nosotros llevaremos a sus casas no hierro y fuego, sino libertad». Declarada la guerra preventiva al Rey de Bohemia y Hungría, piden la anexión a Francia, en plebiscitos, manifestaciones y asambleas, todos los pueblos que la circundan (Saboya, Niza, Lieja, Bélgica, Renania). El pánico invade las Cortes. La patria estaba en los espacios ganados para la libertad. Con la victoria de Valmy nació el patriotismo europeo.
En casi toda Europa se constituyen sociedades y grupos de patriotas de Francia. Incluso en Inglaterra, a juicio de Burke, una cuarta parte de la clase política se afrancesa. En Italia pululan agrupaciones filiales de la Revolución. El poeta Alfieri las canta. Polonia adopta el modelo constitucional francés. La Asamblea legislativa concede la ciudadanía a los símbolos humanos de la libertad (Priestley, Bentham, Klopstock, Schiller, Pestalozzi, Washington, Hamilton, Madison, Paine). La voz de Isnard expresa el momento estelar de la humanidad: «Digamos a Europa que si los gabinetes comprometen a los Reyes en una guerra contra los pueblos, nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los tiranos».
La ola de patriotismo europeo crecía o decrecía al ritmo de las batallas. La traición de Dumouriez en Bélgica moderó el entusiasmo. Las victorias de Moreau en Alemania y de Bonaparte en Italia lo llevaron al delirio. Repúblicas hermanas en Batavia (Holanda), Helvecia (Suiza), Italia del norte, Liguria, Roma. El Directorio, que había hecho de los ideales revolucionarios un expediente y de los generales en misión unos recaudadores, preparó el 18 de brumario, la dictadura europea de Napoleón. La Europa de la libertad acabó. Pero existió. ¿Puede crear patriotismo europeo la Constitución administrativa y mercantil de Giscard?
*Publicado en el diario La Razón el lunes 16 de junio de 2003.