Marx, un filósofo colosal al que los ministrables de Ciudadanos despachan en un tuit, dice que los hombres hacen la historia, pero sin saber lo que hacen. Ahí tenemos las Autonomías.

Un Estado de Autonomías (“contradictio in terminis”) fue la aportación del Psoe, que quería “dar un sueldo” a su famélica legión, a la causa del 78. Suárez, que tampoco había leído a Marx, firmó el decreto por el que la autonomía del Estado se desdoblaba en varias (?), y los “juristas” socialistas desarrollaron ese título octavo de la Constitución que supone la destrucción del Estado desde dentro con un arte que para sí hubiera querido Marx, hijo mecanicista de Newton, a fin de cuentas.
–O te callas o te vas – dijeron los liberalios de la Ucedé a Fernández Miranda, que lo avisaba.
Vista la comedia de Salas Barbadillo que desde el 78 la partidocracia española había venido interpretando en “La Cuestión Catalana”, en octubre dijimos que el Rey y la Nación se habían quedado solos.
Solos, porque el Konsenso soberano del 78 los excluyó políticamente de la Constitución, donde la Monarquía no es constitucional (el rey no gobierna) ni parlamentaria (el Parlamento no representa la voluntad nacional) y donde la Nación carece de representación, que es hacer presente lo ausente (lo impide el sistema proporcional de listas de partido), origen de esta distancia marciana entre la vida real de la calle y la vida fantasmal de la gobernación.

En lenguaje de Ivan Illich, el 78 sería la historia de una esperanza declinante y unas expectativas crecientes. Una historia que comienza con la degradación del mito de la caja de Pandora (“la que todo lo da”: dejó escapar todos los males de su ánfora, pero cerró la tapa antes de que pudiera escapar la esperanza) y termina en el cofrecillo que se cierra solo y que Illich vio en una juguetería de Nueva York; lo abrías y salía una mano mecánica que cerraba la tapa. Esperabas sacar algo del cofrecillo, pero sólo contenía un mecanismo para cerrarlo.

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