La clase dominante siempre tiene el control sobre el significado de las palabras. Cuando a las palabras se les cambia el significado, la hegemonía de la clase dominante se desestabiliza. Así, toda lucha revolucionaria principia con una pugna por las palabras.
En mis anteriores artículos definí la Mentira Fundamental del Reino como una constante ad nauseam en boca de políticos, profesores y tertulianos que parlotean sin cesar al servicio del Régimen: «la Constitución de 1978 funda la democracia», y las derivadas de este aserto básico1.
A lo largo de la serie expliqué por qué tal enunciación es fundamental para la supervivencia y la legitimación del Reino; y las fuerzas históricas y el desconcierto posmoderno que la nutren. Luego pasé a definir la verdad y los modos de alcanzarla —con los criterios de la Ciencia y la gnoseología, que derivan de nuestro sistema nervioso—; y finalmente presenté al único pensador en Europa que ha definido científicamente la democracia: Don Antonio García-Trevijano Forte.
Su libro, Frente a la Gran Mentira (1996), es el tratado de teoría política más importante jamás escrito por un autor español. Aunque recomiendo encarecidamente su lectura (en Internet circulan copias gratuitas en pdf), no hace falta ser un erudito para entender qué es la democracia, y, en consecuencia, darse cuenta de que en España no la hay y de que nos mienten a diario.
Parto de un hecho asombroso: el 97% de los países del mundo se autoproclaman democracias2. Tan sólo Arabia Saudita, Brunéi, Fiyi, Emiratos Árabes, Omán y la Ciudad del Vaticano, no se autodenominan democráticos.
Que países tan distintos como Canadá, China, Surinam, Alemania, Mozambique o Corea del Norte se proclamen como democracias, es la señal inequívoca de que algo falla en la definición.
Parece claro que las clase dominantes de todos esos países (España incluida) emplean sin escrúpulos el consabido término como propaganda para legitimarse ante los gobernados. Si todos utilizan el término, ¿significa eso que la democracia no existe? ¿Estamos ante una superchería sin contenido, un mito que sólo sirve con fines de propaganda a todos los países de la Tierra, tales como «Justicia», «Progreso», «Libertad», etc.?
Para hallar una respuesta científica (y verdadera) debemos acudir a García-Trevijano en su meritada obra Frente a la Gran Mentira. Este señor escribió el libro a los sesenta y nueve años: edad suficiente para abordar la cuestión con un criterio científico y de manera aséptica; esto es, consciente en todo momento del peligro ideológico que vacía de contenido definido el concepto de democracia, analizando su evolución histórica (también dando respuesta a hechos históricos que él mismo protagonizó), y llenándola de contenido material, unívoco y jurídico.
García-Trevijano compara la democracia con el ajedrez: sus reglas son constitutivas, unívocas, de una precisión matemática, inequívocas, imposibles de malinterpretar o tergiversar. Por eso, dos enemigos declarados, como en la película de Bergman, pueden jugar perfectamente al ajedrez sin necesidad de un árbitro: así de claras y precisas son las reglas.
Si alguno de los jugadores moviese la Torre en diagonal, ¿estaría jugando al ajedrez? De ningún modo: eso no sería ajedrez. Sería otra cosa, otro juego, por mucho que el infractor dijese una y otra vez que eso sí es ajedrez (y tuviese detrás a una caterva de voceros, periodistas, profesores y tertulianos que mantuviesen la mentira como su medio de vida).
Pero antes de descubrir qué es la democracia, descrita por la pluma de un científico que dedicó toda su vida a estudiarla, en este artículo haré como si él no existiese. Dado que los oligarcas del Reino condenaron al ostracismo a García-Trevijano (a pesar de que él lideró la oposición al franquismo durante la Transición) y lo vetaron en todas las televisiones y medios, veremos a continuación si España es una democracia bajo la versión hegemónica que impera en el propio Régimen.
Empecemos de manera prosaica, consultando el diccionario de la RAE:
f. Forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos.
f. País cuya forma de gobierno es una democracia.
f. Doctrina política según la cual la soberanía reside en el pueblo, que ejerce el poder directamente o por medio de representantes.
f. Forma de sociedad que practica la igualdad de derechos individuales, con independencia de etnias, sexos, credos religiosos, etc.
f. Participación de todos los miembros de un grupo o de una asociación en la toma de decisiones.
De un rápido vistazo, la tercera acepción de democracia parece razonable; más adelante me detendré en ella. Por ahora debo descartar la primera, porque si un «ciudadano» es aquel habitante de una ciudad que goza de derechos políticos, es evidente que en todas las tiranías de la Historia han existido ciudadanos ejercientes del poder político (por ejemplo, diputados franquistas o ministros elegidos a dedo). La segunda la excluyo porque no es descriptiva. Idéntico perecimiento merece la cuarta, porque si en una hipotética dictadura, donde no se pudiese elegir ni controlar a la clase dirigente, se practicara la igualdad de derechos individuales con independencia de etnias, sexos, credos, etc., es obvio que eso no sería una democracia3. Y la quinta sucumbe porque refiere a grupos pequeños (no es aplicable a una nación con millones de almas), y, además, parece claro que participar en la toma de decisiones no es lo mismo que tener poder de decisión: no faltan ejemplos en la Historia de dictaduras que someten ciertas decisiones a plebiscitos; el pueblo es parte, participa en la toma de la decisión, pero no sería una democracia.
La tercera acepción (que es prácticamente la que recoge la Wikipedia y los libros de texto del Reino) parece más afortunada. Se vislumbra en ella un principio necesario en países muy poblados: la representación. Esta definición viene a decirnos que el pueblo (abstracción que en el mundo real refiere al conjunto de habitantes con derecho a voto) ejerce indirectamente el poder político por medio de mandatarios.
Como es ampliamente sabido, la palabra democracia se compone de los términos griegos «demos» (los distritos administrativos que componían la polis ateniense en tiempos de Clístenes), y «kratos» (fuerza, poder); por lo que, en naciones populosas, deviene imprescindible la institución representativa para que los «demos» (distritos de ciudadanos) ejerzan el «kratos» (poder).
Estamos de acuerdo, pues, en que la representación del gobernado es condición absolutamente indispensable para que España sea definida como una democracia. Veamos si en el Reino se cumple con este requisito.
Si queremos abordar la cuestión como científicos, debemos reconocer —como ya sostenía a Aristóteles en el Liceo—, que las cosas del mundo se definen por sus efectos observables. Las definiciones científicas son a posteriori; si defines algo a priori, entras en los lodos de la metafísica, el dogma o la superstición.
Estarás de acuerdo conmigo en que cuando hablamos de representación no nos estamos refiriendo a una superstición, ni a un ente metafísico, ni a un fantasma. La representación, al igual que todo negocio obligacional, es algo que existe, que se puede medir con criterios jurídicos y que tiene efectos observables en el mundo real.
Tal observación y análisis del concepto sólo es posible entendiendo la representación como un vínculo jurídico; derechos y obligaciones reales y efectivos. Una prestación recíproca susceptible de ser valorada por un Juez y ejecutada en un proceso judicial. Fuera de ahí, sólo hay dogma, fantasía, superstición: papel mojado para entendernos.
Un vínculo jurídico conlleva en todo caso una facultad ejecutiva por un Juez en el mundo real. Así, la Ciencia jurídica tan sólo puede contemplar la existencia de una representación si:
- Existen como mínimo dos sujetos con capacidad jurídica y capacidad de obrar, un poderdante y un
- Del acto nacen derechos y obligaciones entre las partes; es decir, a partir de la celebración del acto existe la posibilidad material del representado de exigir el cumplimiento de las obligaciones contraídas por representante, o revocar su mandato, ante un órgano judicial.
Si no se da nada de esto, es imposible que hablemos de representación. Al menos no de una representación real, tangible, jurídica. Si no hubiese partes mutuamente obligadas, ni se desplegaran efectos jurídicos, hablaríamos de una ficción estéril sin contenido material ni ejecutivo; una superchería, una pseudorepresentación que en el mundo real sabemos que no existe. Es decir, hablaríamos de una mentira.
Algo tan importante y fundamental como la representación no debería ser una superstición, al menos en un Reino que se autoproclama constantemente democracia. Si la Razón y la Ciencia destruyen los mitos y las supersticiones, y tenemos en nuestra mano el criterio técnico-jurídico para detectar si hay o no representación, apliquémoslo a las leyes del Reino.
Comenzando por el artículo 6 de la Ley Fundamental del Reino:
Artículo 6. Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.
En este precepto preliminar no vemos ni rastro de representación del gobernado. Se sostiene, en cambio, que los partidos «concurren» a la «formación de la voluntad popular» (¿significa que los partidos le dicen al pueblo cómo tiene que pensar?), y son un instrumento para «la participación política». Como antes referí, es indiscutible que participar no es lo mismo que estar representado. Inequívocamente, se omite la palabra representar. El término no parece casual, sabiendo de dónde viene este texto y quiénes lo escribieron: al igual que en las elecciones durante el franquismo4 el pueblo participa pero no decide, no tiene poder alguno sobre sus supuestos mandatarios.
Así pues, vemos que en la definición de los partidos políticos en la Ley Fundamental del Reino éstos no representan a sus votantes sino que, al parecer, les ayudan a que formen su voluntad y les asisten para que participen. Ni rastro de representación. Ni rastro de contenido jurídico (derechos y obligaciones); ni rastro de poder del representante sobre el representado.
Las reticencias a la representación (esto es, poder y control jurídico del representado sobre su representante) se confirma en el apartado de los derechos fundamentales del Reino. De hecho, el Estado no nos reconoce un derecho fundamental a la representación política, sino, de nuevo, tan sólo un derecho de participación:
Artículo 23.1. Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal.
En nuestra afanosa búsqueda de algo tan esencial y definidor de la democracia tenemos que adentrarnos en las procelosas aguas de la Ley Fundamental del Reino. Un requisito constitutivo de la democracia debería aparecer como frontispicio de un texto al que todo el mundo llama Constitución. Cualquier investigador encontraría revelador que un elemento tan importante y esencial sea difícil de encontrar.
Finalmente, hallamos en los artículos que disciplinan las Cortes tan sólo dos escuetas y crípticas menciones a la representación:
Artículo 66.1. Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
Artículo 68.1. El Congreso se compone de un mínimo de 300 y un máximo de 400 Diputados, elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto, en los términos que establezca la ley. (…) 3. La elección se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional.
La afirmación del artículo 66.1 es categórica y escueta: las Cortes representan al pueblo español, y éstas se componen de unos Diputados elegidos por sufragio universal… pero inmediatamente el 68.3 formula un críptico «atendiendo a criterios de representación proporcional». ¿Qué significa esto?
La pregunta inmediata es: ¿una representación puede ser proporcional? Un negocio jurídico, que despliega derechos y obligaciones reales, concretas y ejecutivas entre las partes, puede ser proporcional? Pongamos como ejemplo una compraventa, ¿cabe hablar de una compraventa proporcional? El texto acaba ahí, con ese oscuro aserto.
La tan celebrada y «democrática» Ley Fundamental del Reino no dice más sobre la representación política. Observamos que tan sólo nos habla de participar y de que los Diputados se eligen atendiendo a criterios de representación proporcional, sin definir qué es eso, y ni siquiera si comporta alguna clase de derechos y obligaciones entre los representados y sus representantes, entre el pueblo y sus mandatarios. La oscuridad recuerda a los textos sagrados, a las verdades reveladas. En el Texto Sagrado, en el dogma del Reino, no se le da importancia alguna a la representación del gobernado. Un pilar esencial de la democracia es tratado de manera absolutamente parca y oscura.
Llegados a este punto es legítimo empezar a sospechar que podríamos hallarnos ante una especie de pseudodemocracia basada en el dogma, la superstición y la mentira, pero no precipitemos las conclusiones. Prosigamos el análisis científico acudiendo ahora a la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) para ver si se desarrollan los mandatos que hemos visto, y detectamos con nuestras herramientas técnicas la existencia de algún modo de representación del elector.
La LOREG comienza con un interesante alarde en su preámbulo: «La Constitución española se inscribe, de forma inequívoca, entre las constituciones democráticas más avanzadas del mundo occidental». Es llamativo que un texto legal contenga un eslogan propio del mundo publicitario. Pero veamos si es cierto lo que nos venden; veamos si existe la representación, y por ende, la democracia en el Reino.
De sus más de doscientos artículos, la avanzada LOREG tan sólo dedica cuatro al proceso de elección de los Diputados (artículos 161 a 165). Los Diputados teóricamente representan al pueblo español en las Cortes, pero resulta cuanto menos confuso que la norma declare en su artículo 6 el derecho de sufragio universal pasivo a todos los españoles (no incursos en causa de inelegibilidad), pero, en el remoto artículo 161 pase inmediatamente a prohibir que cualquiera pueda presentarse como candidato a ser un representante del pueblo, y que todo aquel que quiera ser elegido deba ser presentado como candidato por un partido o coalición de partidos. Entonces, si los partidos son los únicos que pueden presentar candidatos, ¿acaso éstos no obedecerán antes al partido que a sus votantes? Es más: ¿conoce acaso el Diputado a sus electores? ¿El Diputado es un mandatario del pueblo, o del partido que lo pone en la lista? ¿Dónde está el supuesto vínculo jurídico de representación del Diputado con sus electores? ¿Dónde está la representación?
Con unas esperanzas cada vez más lejanas de encontrarla, acudimos al artículo 163 LOREG, que, ni más ni menos, desentraña ese críptico «representación proporcional» que leímos en la Ley Fundamental del Reino. ¡Y descubrimos que no es más que un modo de reparto de los Diputados basado en la fórmula d’Hondt!
¡Llaman «representación» (vínculo jurídico de derechos y obligaciones entre representantes y representados) a un modo de reparto de escaños! La mentira es colosal. No existe representación en la LOREG. Ni rastro.
Vimos en mis anteriores artículos que el método científico requiere una prueba conjunta, una comprobación. Para no dejar lugar a dudas, acudamos ahora a la Ley Orgánica de Partidos Políticos (LOPP) por si acaso en ella hubiese algún tipo de vínculo jurídico y tangible entre representantes y representados, es decir, de representación susceptible de ser tutelada por un Juez, y no una mera participación4.
En el artículo 7 LOPP encontramos unos imperativos difusos en la estructura interna de los partidos denominados «fórmulas de participación directa» y «control democrático». Es sumamente llamativo que no se diga absolutamente nada de la representación, ni se aluda a esta institución jurídica:
Artículo 7.1. La estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser democráticos, estableciendo, en todo caso, fórmulas de participación directa de los afiliados en los términos que recojan sus Estatutos, especialmente en los procesos de elección de órgano superior de gobierno del partido.
Los estatutos deberán prever, asimismo, procedimientos de control democrático de los dirigentes elegidos.
El artículo 8 LOPP se rotula Derechos y deberes de los afiliados, ¿se establecerán aquí derechos y obligaciones entre los representados y los Diputados que el partido presenta como candidatos a las Cortes? Veámoslo:
Artículo 8.4. Los estatutos contendrán una relación detallada de los derechos de los afiliados, incluyendo, en todo caso, respecto a los de mayor vinculación al partido político, los siguientes:
a) A participar en las actividades del partido (…)
El resto de afiliados gozarán de los derechos que determinen los estatutos.
Tampoco se habla de representación, es más, ¡queda al arbitrio de la cúpula del partido determinar quiénes son aquellos afiliados con mayor vinculación que puedan participar en los órganos de administración! El resto de afiliados de segunda categoría no tienen derechos, más allá de los derechos estatutarios que cada partido establezca optativamente. De nuevo, ni un atisbo de representación del votante con el Diputado; ¡ni siquiera existe tal vínculo con todos los afiliados del propio partido! El Diputado obedece en todo caso a la cúpula del partido, a una élite conformada por los afiliados con mayor vinculación. ¡Y el artículo 66.1 del Texto Sagrado dice que los Diputados de las Cortes representan al pueblo! Sencillamente, es mentira. Los Diputados de las Cortes no representan al pueblo. No son mandatarios del votante, no tienen vinculación real y tangible con él.
El engaño no acaba ahí. El artículo 7.5 LOPP establece un contenido mínimo estatutario de «control democrático» hacia los dirigentes de los partidos. Para que, supuestamente, el mandato no quede en papel mojado, la LOPP contempla en su artículo 10 la posibilidad de disolver los partidos que la incumplan. Pero esta sanción extrema, además de radical e impracticable en partidos de masas, en seguida comprobamos que se abre a criterios jurídicos indeterminados:
Artículo 10.2 b) Cuando vulnere de forma continuada, reiterada y grave la exigencia de una estructura interna y un funcionamiento democráticos, conforme a lo previsto en los artículos 7 y 8 de la presente Ley Orgánica.
Si bien vulnerar de forma «continuada, reiterada y grave el funcionamiento democrático» es ya algo cuanto menos difuso (y si se vulnera unas pocas veces pues no pasa nada), el engaño adquiere proporciones épicas cuando la Ley ¡sólo confiere acción procesal al Gobierno y al Ministerio Fiscal!
Artículo 11.1. Están legitimados para instar la declaración de ilegalidad de un partido político y su consecuente disolución, en virtud de lo dispuesto en los párrafos b) y c) del apartado 2 del artículo anterior de esta Ley Orgánica, el Gobierno y el Ministerio Fiscal.
Ni los afiliados, y ni mucho menos los votantes, tienen poder alguno. ¡No pueden hacer valer los supuestos «controles democráticos» ante un Juez! ¡Sólo puede hacerlo el Gobierno o el Ministerio Fiscal que depende del mismo! El esperpento y la tiranía son ya mayúsculos cuando uno de estos partidos, artífices de la Ley, se entroniza el Gobierno. ¡Sólo él mismo podría solicitar su propia disolución si incumpliese los mandatos de democracia interna de la LOPP!
Ni el afiliado común, y ni mucho menos el votante casual, tienen poder alguno sobre el Diputado al que votan. ¿El pueblo está representado en las Cortes? Mentira.
Ni en la LOREG ni en la LOPP hay atisbo alguno de representación (derechos y obligaciones del elector y su representante susceptibles de hacerse valer ante un Juez). Amigo lector, te invito a que lo compruebes por ti mismo escrutando ambos textos legales. Por un lado, la LOREG obliga a que el Diputado sea presentado por un partido y llama «representación» a una fórmula matemática de reparto; por otro, la LOPP ni siquiera da a los afiliados de los partidos poder alguno sobre el Diputado (no imaginemos a quien no está afiliado y vota), y la única acción judicial que se contempla al respecto del «control democrático» no la tiene ni el afiliado ni el votante, ¡sino nada menos que el Gobierno y el Ministerio Fiscal!
Las pruebas son rotundas: España no es una democracia. No existe la representación política. Y el Régimen se empeña en afirmar dogmáticamente lo contrario, no sólo en sus leyes, funcionariado y clase política, sino en los medios de comunicación mayoritarios al servicio de la mentira.
Toda antítesis se legitima con una síntesis. Si bien hemos desenmascarado juntos la Mentira Fundamental del Reino, una recta moral exige superarla.
Es preciso proponer el modo en el que el pueblo sí esté representado en España (la manera en que nazcan derechos y obligaciones del elector con su Diputado susceptibles de ser tutelados con efectividad ante un Juez). Para ello, querido lector, te invito a que me acompañes en mi próximo artículo. Examinaremos a hombros de gigantes el modo, real y concreto, sin mitos ni supersticiones, de alcanzar la democracia en España.
***
1 Te propongo un juego, amigo lector: la próxima vez que oigas la intervención de cualquier político o tertuliano del Régimen, contabiliza las veces que éste diga «democracia», «democrático» y derivadas. El número de veces que emplean este término en particular te sorprenderá. ¿Por qué tantísima insistencia? Excusatio non petita, accusatio manifesta.
2 https://es.wikipedia.org/wiki/Democracia#Aplicaci.C3.B3n_pr.C3.A1ctica
3 En la definición de la RAE no se concreta cuáles son esos «derechos individuales» ni su extensión; pero incluso si sobreentendemos que entre éstos se incluye el derecho individual a ostentar cargos públicos con independencia de etnia, sexo, credo, etc., hemos de descartar ahora mismo a España como una democracia; dado que la jefatura del Estado es un cargo que sólo puede ser ejercido por un reducido número de privilegiados de la familia real.
4 Recordemos que el elemento definidor de la democracia es la representación y no la participación. Es apodícticamente imposible confundir la representación con la participación. Son dos cosas distintas: la segunda puede existir sin la primera. De hecho, todos los dictadores del siglo XX, desde Hitler a Stalin, apelaron a la participación popular para refrendar sus tiranías. Sin ir más lejos, durante el franquismo no sólo hubo también diez legislaturas, sino más referéndums, más participación, que en el Régimen actual:
https://es.wikipedia.org/wiki/Referendos_en_Espa%C3%B1a#Resultados_de_los_referendos_nacionales