Los ordinales en español están en franca vía de extinción. Es cierto que, por su derivación latina, resultan de aprendizaje más dificultoso. Otras lenguas romances, como el francés, han desarrollado un sistema de ordinales más sencillo a través del sufijo -ième. Pero la cuestión se torna diferente, desde el momento en que parece que se ha renunciado a enseñarlos y a utilizarlos en medio escolar y culto (así se puede encontrar escritores, no por ello menos pomposos, que renuncian a su uso). Los números ordinales, como dice la RAE “expresan orden o sucesión en relación con los números naturales e indican el lugar que ocupa, dentro de una serie ordenada, el elemento al que se refieren. Por lo tanto, no cuantifican al sustantivo, como los cardinales, sino que lo identifican y lo individualizan dentro de un conjunto ordenado de elementos de la misma clase”. No puede ser lo mismo, pues, hablar de ‘treinta y dos edición’ ‘o ‘la edición número treinta y dos’ (que no evocan en absoluto un orden), en vez de ‘trigésimo segunda edición’. Aparte de eso, los ordinales, a diferencia de los cardinales, expresan variaciones de género y número, y no deben confundirse tampoco con los números fraccionarios. No extrañaría, por otra parte, que la RAE en su política de facilonería guay y contrasentido gramatical, acabara declarando sustituible el ordinal por el cardinal, igual que acaba de hacer con el imperativo por el infinitivo en el caso del verbo ‘ir’.
Uno piensa, entonces, en el Anti-Adán de Cioran, en el hombre que va desaprendiendo palabras, al contrario del prístino Adán dando nombre a cosas y animales en el Edén, o en la neolengua de Orwell, fruto de un empobrecimiento deliberado. Tal vez en el mundo de nuestros días, marcado por la cantidad (también viene a la mente el título “El reino de la cantidad” de Réné Guénon), la noción de orden, preeminencia, individualización y variedad que marca el ordinal cede inconscientemente ante el peso bruto de la cantidad indiferenciante y falsamente democrática.