Niklas Luhmann

En ética, esto es, en la disciplina filosófica que estudia el obrar humano, desde siempre se recomienda: bonum faciendum, malum vitandum. Hacer el bien y evitar el mal como regla primera del obrar. Pero la generalidad de este principio hace que en la mayoría de nuestras acciones diarias no está claramente determinado el bien o el mal. La vida cotidiana no es en blanco y negro sino que está coloreada por muchos grises. El obrar humano es casi siempre sobre lo verosímil, lo plausible, lo contingente, sobre aquello que puede ser o no ser.

De modo tal que aunque tengamos la pretensión de buscar el bien y evitar el mal, muchas veces no estamos en condiciones de decidir qué y cuál es uno u el otro. Y acá entonces hace su entrada el viejo adagio: el mal menor tiene razón de bien y el bien menor tiene razón de mal.

Es decir, que cuando uno en su acción evita un mal mayor realiza una acción buena, pero cuando su actuar realiza un bien menor del esperado su acción es mala.

Esto se ve de forma clara en una virtud; la de la tolerancia, que consiste en practicarla para evitar un mal mayor y no en practicarla por el hecho de ser tolerantes, como pretendió Voltaire y después de él todo el universo liberal. Y en un vicio; el de la indiferencia, según el cual actuamos sin intentar un bien mayor. Por ejemplo, cuando se trabaja a destajo o de brazos caídos.
Todos los dilemas éticos, desde el antiquísimo de Escilia y Caribdis que se le plantea a Ulises, pasando por la tabla de Carneades hasta el contemporáneo del tranvía de Philippa Foot, son en realidad falsos dilemas pues nunca los males (ni los bienes) son equiparables y menos aún iguales. Existe en ellos una jerarquía que el spoudaios, el hombre íntegro y sapiente, percibe.

Un ejemplo de mal menor es el juicio de Salomón donde la madre auténtica renuncia a su maternidad para evitar que su hijo sea partido en dos. Un ejemplo de bien menor es el del mal administrador del Evangelio, que pudiendo multiplicar los dos denarios, los entierra.

En este sentido, es interesante recordar al filósofo español Leonardo Polo, quien al final de sus Lecciones de ética afirma: “el hombre no solo puede querer algo sino que puede quererlo mejor. No solo puede ser libre sino que puede ser más libre… la virtud es la capacidad de aumentar la capacidad de gozar… el hombre tiene que mejorar más y más su relación con el fin último… tengo que ser más en mi constitución para dar más gloria al último fin”.

La razón última por la cual el bien menor tiene carácter de mal (habet rationem mali) es que el mal se puede hacer de muchas maneras, mientras que el bien solo se puede hacer de una manera: bien. Por ejemplo, cuando uno hace un asado puede sacarlo crudo, quemado, sancochado, demasiado cocido, arrebatado, pero bien solo lo saca cuando lo asa bien. Cuando todas sus partes están perfectas y armónicas.
Esto viene a explicar la relación entre el mal y el bien en el mundo desde el punto de vista filosófico stricto sensu, pues son muchos y de muchas maneras los que obran el mal y lo defienden con mil y un argumentos, mientras que el bien y sus defensores cuentan siempre con el mismo y único argumento: el de la verdad. Esto es, el de la realidad de la cosa o asunto.

Hoy lo normal es hacer las cosas más o menos, lo chapucero en orden a los oficios es lo más común y si no, que lo digan las amas de casa cuando llaman a un plomero, un electricista, un pintor o un albañil. Esto no es de ahora sino que viene de lejos, ya Sarmiento, nuestro prócer, afirmaba que las cosas hay que hacerlas mal o bien pero hacerlas. No, las cosas hay que hacerlas bien, pues de lo contrario estamos actuando mal.

Es que el obrar bien no solo perfecciona al agente sino que también perfecciona el fin buscado. Y es así como se construye la belleza del mundo, por eso los griegos lo llamaban cosmos=bello, ello todavía resuena en nosotros a través del término cosmética, el arte del embellecimiento.

Cuando hacemos u obramos lo menos bueno, no solo vamos en contra nuestro sino también en contra de la belleza del mundo. Esto es, en contra de una vida mejor en donde la complejidad se va reduciendo y no aumentado. La reducción de la complejidad es una de las consecuencias, en la vida práctica cotidiana, del actuar y del obrar bien, en tanto que el mal menor no produce ningún acrecentamiento de bien, sino que solo impide el crecimiento del mal.

De esta reducción de la complejidad, tan necesaria para la vida buena, hace nacer Niklas Luhmann la confianza social. Virtud por la cual la vida comunitaria se hace más placentera, se simplifica. La confianza social, la fe en el otro como vecino, no como ciudadano, nos integra lentamente a la comunidad de pertenencia y sus intereses propios.

(*) arkegueta, aprendiz constante

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