Algún lector de cierta edad se acordará de lo que decían aquellos viejos manifiestos económicos de inspiración joseantoniana de los años 30 y 40. Cosas por ejemplo en esta línea: “las sociedades anónimas son injustas porque su propiedad se puede transferir de unas manos a otras sin consideración hacia el obrero que trabaja en ellas”; o mejor aun, la distinción entre dos tipos diferentes de capitalismo: el “creativo”, basado en la producción de bienes físicos y servicios necesarios para la comunidad y el “financiero”, que persigue principalmente beneficios especulativos, particularistas, insolidarios y por ende perjudiciales para el bien público. Este credo económico en apariencia razonable, pero en realidad tan ajeno a la realidad como el del viejo socialismo marxista, procede de visiones ultraconservadoras gestadas durante el período del denominado “Nacionalismo Económico” (1885 – 1950). Sus peores exponentes se hallan en el pensamiento económico de los regímenes fascistas de Entreguerras, particularmente los de Hitler, Mussolini y la España franquista hasta bien entrados los años 50. Por fortuna, el mundo moderno es mucho más ilustrado y se halla muy lejos de unos planteamientos tan burdamente maniqueos y políticamente peligrosos como aquellos. ¿O tal vez no?
Viene lo anterior a cuento de algunos argumentos que últimamente se quieren hacer valer en relación con el impacto económico del Procés catalán. Como se sabe, desde que comenzó el desafío secesionista, más de 3000 empresas han trasladado su sede social desde Barcelona a otras ciudades españolas, para evitar daños de imagen y pérdidas de valor en bolsa. Que en las redes sociales un comentarista no cualificado diga que esto no es al fin y al cabo tan malo, porque la deslocalización afecta a sedes sociales pero no a emplazamientos productivos, sería disculpable. Pero que el argumento figure en artículos de opinión escritos por reputados economistas dizque liberales como Xavier Sala i Martín -que ha dado clases en la Universidad de Columbia (EEUU)- resulta tan llamativo como las corbatas de colores y las chaquetas de lentejuelas que gasta el personaje en cuestión. El hecho sugiere varias cosas, ninguna de ellas defendible: o bien que las universidades norteamericanas se han vuelto poco exigentes en sus procesos de selección de personal, o que alguien quiere llamar la atención a costa de decir disparates, o que de algún modo el mito nacionalsocialista alemán del “schaffendes” und “raffendes” Kapital (capital productivo contra capital parasitario) ha sobrevivido de algún modo en la conciencia colectiva. Esto no sería de extrañar, si tenemos en cuenta que la Transición Democrática no supuso una ruptura con el pasado, y que Franco sigue gobernando España desde su tumba de manera similar a como Carles Puigdemont aspira a regir la Generalitat desde Bruselas a través de Skype.
La suposición de que no es lo mismo deslocalizar una planta de montaje de frigoríficos que la sede nominal donde se planifica la producción y se imputan el IVA y el impuesto de sociedades es tan pueblerina y reaccionaria que no merece siquiera el esfuerzo de una descalificación. Mal irían Cataluña y España si la gente empieza a creer en semejantes idioteces y se vuelve incapaz de distinguir entre conceptos de base como “empresa” y “fábrica”. Habremos retrocedido dos generaciones, hasta un mundo más primitivo y libre de preocupaciones, poblado masivamente por el típico mandao de las películas españolas de los años 50 que solo hace lo que le dicen, sin preocuparse por qué lado del horizonte ha de salir el sol. Gente que llevaba los pantalones atados con cuerdas, y que bajaban del tren para levantar las industrias de Cataluña y Euskadi en los años del boom de la posguerra. ¿Es ese el modelo al que aspira la ideología reduccionista del nacionalismo catalán, ahora glorificador del obrero que se queda en el extrarradio de Barcelona mientras el director financiero de su empresa se fuga como un conejo a Zaragoza o Madrid?
Y de hecho, ya estamos viviendo en un modelo social como ese. Un mundo de autarquía intelectual y tontuna políticamente correcta en el que se intenta engañar a la opinión pública con embelecos argumentales sacados de antiguos programas electorales de la Falange y del NSDAP: el obrero, estoico, heroico, vestido con mono azul y capaz de hacer historia, o al menos de hacer magníficas poses para un cartel de propaganda del Realismo Soviético. Y frente a él, el contable o el director de la sucursal del Banco Sabadell, decadentes, estériles, alienados, antipatrióticos y totalmente prescindibles. Ya no quedan judíos en Europa, pero de cierto que se podrían encontrar otros chivos expiatorios para hacerlos encajar en categorías negativas de este modelo teórico.
El propósito que se persigue con distorsiones argumentales de este jaez es tan poco edificante como la misma resurrección de los viejos conceptos de la economía fascista de los años 30 y 40: salvar el tipo a las ideas políticas en que se basa el secesionismo catalán. Si el impacto económico de las deslocalizaciones empresariales no es al fin y al cabo tan devastador, entonces aun hay razones para seguir adelante con el Procés. Las reivindicaciones de Puigdemont, Junqueras y compañía tienen una justificación basada en resultados electorales y por lo tanto es necesario continuar por los caminos de la negociación, del diálogo, los 14 puntos del presidente Wilson y otras marrullerías por el estilo de dudosa solvencia constitucional. Y como efecto rebote, ello justificaría también la persistencia del ilegal y chapucero 155 perpetrado por el Gobierno Central. Porque para todo roto tiene que haber una puntada.
Lo lógico, frente a tanto dislate pseudoeconómico, sería iniciar un proceso de reflexión que nos llevase a reconocer verdades que de no ser por el clima de idiotez general en que estamos sumidos, serían evidentes por sí mismas: que lo importante no es esta tirolina sempiterna de partidetes soberanistas y constitucionalistas tirando cada uno de la vaca para su prado, sino desarrollar entornos que favorezcan la actividad empresarial; que las pretensiones políticas se han de encauzar por los medios parlamentarios y legales dispuestos a tal fin, y que existe la necesidad imperiosa de mantener separados los intereses públicos y los privados. Pero no hay modo: en el fondo, nos encanta confundir cosas. Aunque para ello tengamos que acudir al rescate de vetustos artificios conceptuales elaborados por los ideólogos de la Falange. En otras palabras, una vez más nos encontramos rindiendo su inmerecido homenaje al paradigma de la primacía de la política sobre la economía, que tanto daño hizo a las sociedades desarrolladas de Europa durante el pasado siglo XX. Y el público lo ve como algo lógico, incluso respetable. Lo cual da idea del nivel de catetismo político en el que vivimos instalados desde hace cuatro décadas: la ideología política como substituto de la religión. Y no hay molino de viento que nos descabalgue de esta carga a lomos de un mal jaco al que creemos Rocinante de Progrés, pero que en realidad se crió en las cuadras de Gregor Strasser y Onésimo Redondo.