En relación con la Revolución Francesa, algunos historiadores acuñaron la expresión prerrevolución (francesa) para identificar conflictos políticos que se desarrollaron en los años 1787 y 1788, y que precedieron la revolución. Algunos de ellos fueron, por ejemplo, las revoluciones americana e inglesa, las ideas del Siglo de las Luces, la crisis institucional, la crisis moral, la crisis social, la crisis religiosa y, por último, la crisis financiera.
Evidentemente, la historia nunca se repite; ningún proceso de cambio profundo es idéntico a otro, cada uno tiene su contexto y sus peculiaridades. Además, la mentalidad cambia de una época a otra. Sin embargo, parece evidente que nuestro mundo, y con él, España, se encuentra incurso en un proceso de transformación profunda, en una prerrevolución. Es verdad que nuevas ideas, en un sentido ‘clásico’, no parece que haya demasiadas, más bien se tiende a rescatar viejas ideas para, poniéndolas al día, adaptarlas vanamente el presente. Pero en lo demás existen bastantes paralelismos.
Hay una revolución previa, la tecnológica, cuya expresión más poderosa es la globalización de los procesos de intercambio, tanto materiales como inmateriales (ideas). Una globalización que, aún a pesar de haberse iniciado hace mucho tiempo, ha adquirido en el presente una característica nueva: la inmediatez que los avances tecnológicos han traído consigo.
La crisis institucional también parece evidente. Los Estados nación soportan fuertes perturbaciones inherentes al proceso globalizador y, además, han de hacer frente a la pretensión de reemplazarlos por organizaciones superiores aún poco fiables, con valores demasiado indefinidos y cuya jerarquía es estrictamente organizacional, lo que está provocando movimientos pendulares en la opinión pública que son tanto más fuertes cuanto mayor es la presión para desautorizarlos.
La crisis moral queda de manifiesto en la traslación de la responsabilidad individual hacia una colectividad cuya máxima expresión la encontramos en las Administraciones y sus crecientes competencias, algo, por otro lado, paradójico en pleno proceso de globalización. La moral ha dejado de ser un constructo social para convertirse en una atribución burocrática, donde se impone un supuesto empirismo para definir qué es correcto y qué no lo es.
La crisis social se hace evidente en la desaparición de la autoridad en favor de una discrecionalidad emocional, de la exigencia de sentirse bien que prevalece sobre el hecho objetivo de “estar realmente bien” o, en su defecto, de hacer las cosas de manera correcta. No hay que entender la crisis social presente tanto como una pérdida de bienestar material como una inquietante y creciente sensación de malestar emocional.
Y, por último, la crisis financiera, aparentemente superada, pero que, sin embargo, una década después de la Gran Recesión, permanece de forma latente, como si la recuperación pendiera de un hilo, habida cuenta de la enorme deuda que muchas entidades, tanto públicas como privadas, aún guardan en sus balances.
España no es un país ajeno a esta prerrevolución. Al contrario, nuestras propias peculiaridades nos colocan en pleno centro de la tormenta, particularmente expuestos. Y a la vez, estas mismas peculiaridades nos impiden prepararnos adecuadamente para lo que viene. Mientras otras sociedades buscan la manera de adaptar sus Administraciones a unas exigencias de flexibilidad crecientes, aquí, desde el crack de 2008, prácticamente seguimos como estábamos.
Hoy, los procedimientos y requisitos para constituir una empresa son prácticamente los mismos que hace diez años. Seguimos teniendo que demostrar un capital social cuya cantidad es arbitraria, seguimos teniendo que comparecer ante un notario, seguimos teniendo que elevar la base de cotización aún cuando se trate de una nano-empresa, seguimos teniendo que incurrir en costes prescindibles y en trámites que se demoran, etc. En cuanto al ‘derecho a trabajar’; es decir, las obligaciones administrativas en que hemos de incurrir para realizar una actividad laboral perfectamente reglada no sólo no han disminuido, sino que en términos tanto absolutos como relativos han aumentado. En todo caso, se han añadido pequeñas reformas que, básicamente, suman algunas excepciones, pero que en general no han proporcionado un entorno más amistoso para el emprendedor. Todo ello hace que siga vigente un ecosistema adverso para la creación de nuevas empresas y la beneficiosa competencia.
En realidad, diríase que, a la hora de afrontar el proceso globalizador, no es tanto la nación como su expresión administrativa la que choca frontalmente con las nuevas exigencias; es el Estado el que actúa como peligroso disruptor. Pese a ello, las exigencias de que sea precisamente el Estado el que maniobre para mitigar los presuntos perjuicios de la globalización no dejan de crecer, lo que en todo caso podría ser pertinente si antes éste hubiera asumido un papel facilitador. Sin embargo, hasta la fecha no sólo no ejerce este papel, sino que quienes lo controlan parecen empeñados en hacer justo lo contrario. Urge pues desburocratizar las mentes.
La prerrevolución en curso dará lugar a una revolución más o menos positiva y benigna en la medida en que las Administraciones y la expresión política de las naciones se adapten a los nuevos tiempos. La evolución del mundo no puede planificarse desde ningún ministerio, tampoco desde organizaciones mayores, como la Unión Europea. La lucha contra lo que llaman “desigualdad” no debe basarse en la búsqueda de la igualdad de resultados sino en la facilidad de hacer. Porque no es tanto que todos obtengamos lo mismo como que todos tengamos lo suficiente. De hecho, la desigualdad no es intrínsecamente mala. En un entorno justo, donde prime la facilidad de emprender, la desigualdad sería simplemente la expresión de la diferencia.