En una reciente emisión del programa Répliques de France Culture su director, el filósofo Alain Finkielkraut, entrevistaba al primer ministro francés Edouard Philippe con ocasión de la publicación de su libro Des hommes qui lisent. En un momento dado el entrevistador recordaba al invitado su reciente decisión de eliminar de las publicaciones oficiales del Estado la escritura inclusiva, inmediatamente criticada por el diario Le Monde. El primer ministro señalaba que los textos oficiales debían reflejar el francés tal que se lo escribe, y, que, respetando la evolución natural de la lengua, existe una convención que sanciona el uso, y que aquélla debe ser respetada más allá de la proliferación de diversas ortografías. Finkielkraut en su réplica indicaba que el uso del point médian (“punto medio”) que aparece en la escritura inclusiva francesa (Des élèves appliqué·e·s; que en español se manifiesta frecuentemente por el aberrante uso de la arroba (alumn@s) para hacer “visible” la forma femenina, no es una evolución de la lengua, sino una convención que hace violencia al uso, y que si los mismos que defienden esta escritura, como Le Monde o Libération la usaran en sus ediciones, perderían a sus lectores, en reacción a este “tartamudeo impuesto” (bégaiement imposé), pues para reformar la lengua hace falta escucharla, como en el caso de formas femeninas que se desarrollan naturalmente como romancière, préfète, ambassadrice, etc.
En España, en cambio, la Administración impone sí o sí el uso del lenguaje inclusivo y se pide a los funcionarios que lo usemos en nuestras comunicaciones internas, para evitar la predominancia del masculino genérico, considerado como signo de “lenguaje sexista” o “machista” (ej.: utilizar “quienes” por “los que”, “alumnado” en vez de “alumnos”, hablar de “personas”, etc.; -alguna vez me he encontrado con la hipercorrección de alumnos que decían el alumnado y la alumnada-). Tal zafia ignorancia del funcionamiento del sistema abstracto de la lengua, regido por el principio de economía, y tal burda ideologización de ésta no responde a un verdadero interés por aumentar las cotas de igualdad entre hombres y mujeres, pues a nadie se le escapa que esto redunda en un mero nominalismo farragoso, sino al designio de desarrollar etiquetas para identificar a los “progresistas” frente a los “retrógrados sexistas/machistas” que se caracterizarían por el uso normal de la lengua en el seno de una sociedad crecientemente sectaria.
Así, no he escuchado a ninguna formación política del régimen, ni siquiera a los socialdemócratas violáceos de Podemos, proponer que las pensiones de manutención para los hijos de divorciadas sean ejecutivas. Existen, de hecho, muchos casos de mujeres sobre las que sus ex maridos ejercen con delectación esa forma de maltrato que consiste en no pagar las pensiones de sus hijos, pues esos miserables saben que una mujer no va a abandonarlos, y ellos, por supuesto, sí, sin que a la señora que se ve obligada a limpiar escaleras le quede otro recurso que pagarse procurador y abogado para iniciar un largo y tortuoso proceso judicial para obtener aquello que no le debería ser negado (ese mismo partido que luego se niega a readmitir en Cádiz a una mujer trabajadora que ganó un juicio por despido improcedente al anterior consistorio pepero). La partidocracia, en fin, por su conciencia de clase privilegiada ajena a la sociedad civil, siempre desconfía de quien se atreve a reclamar sus derechos, y no tiene empacho, en cambio, en multiplicar las arrobas, y en llamar “machista” o “androcentrista” (que parece, sin serlo, más inteligente) a quien habla en román paladino.