En condiciones normales, la salida a una crisis política en democracia debería ser el resultado de la activación de mecanismos constitucionales para corregir esa situación. No es el caso de Venezuela, donde la Constitución vigente y la autoridad constituida responden a los intereses de una camarilla que ha tomado por asalto el poder, sin intención de devolverlo.
La Constitución chavista de 1999, tan venerada por dirigentes “opositores”, no contiene las fórmulas ni las previsiones para resolver democráticamente una crisis política. Por el contrario, opera como una enrevesada superestructura para concentrar todo el poder en manos del Estado chavista, banalizando al nivel de caricatura la separación de poderes y la participación democrática de los ciudadanos.
Ni siquiera la invocación de los populares artículos 333 y 350 de esa Constitución tienen algo más que un valor simbólico cuando el monopolio de las armas lo tienen los militares y el hampa común; lo cual hace absolutamente inocuo el derecho a rebelión por parte de los ciudadanos, quienes están completamente desarmados e indefensos ante el chantaje militar.
El control que ejerce el régimen sobre el poder judicial y las FANB han dejado a la población civil a merced de la persecución y la represión. Todas las políticas que ejecuta el régimen están diseñadas para imponer la voluntad de la minoría sobre el 80% del país que no tiene ninguna forma militar o institucional para defenderse, y menos aún para hacer respetar sus derechos.
Este es el contexto que justifica la intervención de la comunidad internacional en Venezuela para acudir en auxilio de un pueblo que es víctima de su propio gobierno. Ningún cambio que se plantee por la vía electoral será viable mientras esta dictadura siga en el poder. Habrá elecciones, negociaciones y hasta cohabitación, pero la estructura de poder del Estado chavista seguirá intacta en las mismas manos.
La comunidad internacional debe intervenir en forma directa y cuanto antes para detener a la fuerza militar venezolana que ataca a la población civil de su país. Esta intervención no puede ser basada en el interés económico y geopolítico exclusivo de una sola nación, por ejemplo como los Estados Unidos. Debería ser el concierto y el acuerdo de un foro más diverso como la OEA, que conforme una fuerza multinacional para acudir en rescate de la democracia venezolana, cuyo fracaso se convierte en una amenaza para el resto de los países de la región.
Oponer a la intervención el argumento de la soberanía es un ejercicio de hipocresía del cual participan el régimen y su socio, la oposición electoral. Ellos insisten en que los demás repitan que los problemas de Venezuela los resolvemos los venezolanos. Pero no es cierto que los venezolanos tenemos los mecanismos institucionales para restablecer la democracia, someter a militares forajidos y, además, expulsar al ejército cubano invasor con sus más de 45.000 efectivos. Eso, simplemente, no es posible.
Detrás de la retórica pseudo-nacionalista y patriotera se esconde el inconfesable interés de dejar las cosas como están y reproducir formas alevosas de servidumbre voluntaria, para que la sociedad acepte esta aberración como algo normal e inmodificable. Un régimen que desmanteló la república y se entregó en brazos de Rusia, China y Cuba a cambio de apoyo económico y militar, no tiene ninguna moral para oponerse a la necesaria intervención de la comunidad internacional, la cual debe acudir en auxilio del 80% del país que desea recuperar su soberanía.
A lo largo de la historia, cientos de miles de venezolanos han recorrido países del mundo para defender la causa democrática y las ideas republicanas. Hoy, Venezuela pide que esos países envíen sus soldados para defender la misma causa y las mismas ideas, y en auxilio de sus ciudadanos.