JOSE JUAN MARTINEZ NAVARRO.

Días atrás se ha extendido por Internet una reciente conferencia en Elche del profesor José María Gay de Liébana, en la que este economista, con la claridad propia de quien sabe y conoce perfectamente de lo que habla, y tras una lúcida exposición sobre lo que está pasando (que las cosas van mal y tienen pinta de que irán mucho peor), dice que éste es un país en el que no hay sentido de la revolución, que a pesar de lo que está pasando vamos y votamos, que somos un pueblo que callamos.

Y bien que es cierto. La gravedad del estado actual de las cosas aconseja no callarse, puesto que los principios de la moral y la justicia, propios del espíritu humano por su racional naturaleza, llaman a una verdadera –y necesaria- revolución. Y habría que empezar por ejercer nuestro derecho de resistencia como acto revolucionario. El derecho de resistencia aparece en el ámbito del pensamiento clásico parejo al concepto de tiranía, al ejercicio del poder con ausencia de legitimidad, como ilegítimo es este sistema de partidos corruptos e institucionalizados como dueños del Estado y de sus resortes, sistema basado en el viejo sofisma de que la política está exenta de la obligación de respetar la verdad y que el arte político consiste en el arte de fingir.

Afianzado el absolutismo, desapareció, cosa lógica, el espacio para el derecho de resistencia en la legislación vigente, tal como se había venido desenvolviendo sobre las figuras del derecho de resistencia eclesiástico y germánico en la Edad Media. En la hora actual parece que la cuestión de la legitimidad de la resistencia ha de constreñirse en Europa:

  • entre las lindes de la discusión teórica y el Derecho Natural, al igual que en el siglo XVII, puesto que buena parte de una doctrina falaz lo entiende ya innecesario y postula, por tanto, la innecesariedad de su positivación (así en España no está juridificado expresamente) con la excusa tibia de su existencia implícita.
  • bien entre los estrechos márgenes intraordinamentales, como hizo la Ley Fundamental de Bonn (art. 20.4), conceptuando como contraconstitucionales o revolucionarias las formas de resistencia no positivizadas, no normadas.

Y aclarando ideas hemos de decir que revolucionarias sí, contraconstitucionales no necesariamente, porque el vicio de la mentira, tan extendido, ha venido a llamar Constitución a lo que no lo es, y al concepto revolucionario de Constitución nos remitimos, de forma que sólo existe Constitución si ésta es democrática y esto pasa por una bien definida separación de poderes (art. 16 de la Declaración de derechos de 1789) que en nuestro sistema no se da y porque, como reza inicialmente la declaración de Independencia de Estados Unidos (1776), y con el presupuesto inalienable del derecho a la libertad “(…) siempre que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o a abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios (la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad)(…); cuando una serie de largos abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, tiene el derecho, tiene el deber, de derrocar ese gobierno y establecer nuevas garantías para su futura seguridad”.

En cualquier caso, el derecho-deber de resistencia no necesita más anclaje que el principio genuinamente democrático, sustentado en la representación y en la división de poderes que, al no respetarse, legitima la llamada a la revolución, siempre pacífica, que ha de empezar por una abstención electoral masiva, como acto de resistencia colectiva-aquí la abstención sí es un deber- que haga ilegítima la actual legalidad y nos lleve a un proceso de libertad constituyente, sin necesidad de recurrir a otros expedientes más poéticos como invocar las leyes de los dioses, como la Antígona de Sófocles, o de buscar en el cielo los oprimidos nuestros derechos eternos, infrangibles como estrellas, que decía Guillermo Tell en el drama de Schiller, sin necesidad de llamar al cielo, como escribía el preclaro Locke.

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