Dice el refranero español que no hay mal que por bien no venga. Y así parece haber sucedido con un nacionalismo que el 6 de octubre decidió quitarse la máscara y mostrarnos a todos, no sólo a sus incondicionales, que su idílico viaje a Ítaca era en realidad una farsa que llevaba aparejada la ruina de una de las regiones más prósperas y mimadas de España.
En efecto, si algo podemos agradecer a estos sediciosos de pacotilla es que gracias a ellos hemos descubierto que el nacionalismo era un tigre de papel y que España no podía seguir ni un día más siendo una nación oprimida por el nacionalismo periférico. Gracias a este hatajo de cobardes ya podemos gritar que el victimario era la víctima, y la víctima, el victimario. Y salir a la calle con nuestra bandera mientras ellos huyen a Bélgica.
Aunque parezca increíble, visto el percal de estos Braveheart de ópera bufa, casi 40 años ha estado proscrita España en Cataluña; también su logomarca, indicativo o símbolo —llámenlo como prefieran— que es la bandera. Y que nadie se equivoque calificando de españolismo casposo rescatar del olvido la enseña nacional para pasearla por las calles de Barcelona. Eso no es patrioterismo, es resarcir a la verdad del oprobio de la mentira.
La bandera española ondeando por fin libre de prejuicios es justicia. Y también una rebelión en toda regla, no contra los puchi a la fuga, sino contra toda la clase política, porque no es la bandera la que agita a la gente, sino la gente la que agita la bandera. Ahí está la clave. Quien lo niegue o bien no ha entendido nada o bien es un mezquino como Pablo Iglesias. Así que, en vez de hacer mofa de los comerciantes chinos, démosles las gracias por proporcionarnos banderas en cantidades industriales. Qué habría sido de nosotros sin su iniciativa y sin la globalización que tan oportunamente encarnan.
Sin embargo, que nadie eche las campanas al vuelo porque esto es sólo el principio de un largo proceso de restitución de la verdad impulsado por el ciudadano corriente. Ahora, con los tabúes rotos, nos adentramos en un territorio inexplorado, donde sin duda acecharán los cambalaches y las traiciones. El régimen de la Transición ha perdido uno de sus tres pilares: el del pacto con los nacionalistas. Y su zozobra es extraordinaria. Que la clase política no abandone prematuramente dependerá de nuestra extrema vigilancia, porque las tentaciones van a ser muchas.
De hecho, la aplicación del artículo 155 se ha sustanciado en la convocatoria de unas nuevas elecciones catalanas el 21 de diciembre. Una jugada inteligente en el corto plazo, pero llena de sombras en el medio y largo plazo. Y no sólo porque el resultado podría ser contrario al previsto, la derrota de las huestes nacionalistas (esperemos que los pronósticos no los hayan hecho los mismos que vaticinaban 80 escaños para Ciudadanos en las penúltimas elecciones generales), sino porque esos comicios no deben ser un punto y aparte ni aun cumpliéndose el mejor de los pronósticos. Con o sin elecciones, va a ser necesario depurar todas y cada una de las responsabilidades. No sólo las que corresponden a los amotinados, sino especialmente las de todos aquellos que, a lo largo de décadas, han sido sus cómplices. Sólo así la crisis catalana no se cerrará en falso.
Es cierto, como bien dice Josep Borrell, que para salir airosos de este trance hace falta recomponer los afectos, pero también es imprescindible exigir ser ejemplarizantes. Lo sucedido no ha sido un mero malentendido o un error de cálculo de un puñado de pirados a los que se les ha ido la mano antes de tiempo. La declaración de independencia, con todo su estrepitoso ridículo, no deja de ser la gota que ha colmado un vaso que, a lo largo de los años, se ha ido llenando de abusos. Atropellos que ninguna democracia digna de tal nombre habría consentido y que, sin embargo, pocos se atrevieron a denunciar porque las élites decretaron la ley del silencio. Y aquí es de justicia reconocer que Borrell fue de los pocos que advirtió del peligro.
Los daños que ha producido el nacionalismo son incalculables. Y no me refiero a los económicos ni tampoco al bochorno de estos últimos días. Durante décadas los nacionalistas han desarrollado una industria del victimismo y del odio que, a la vez que drenaba ingentes recursos, ha envenenado a casi dos generaciones de catalanes. Y aún está por ver cuántos son recuperables.
Por si esto no fuera bastante, buena parte de los que no se rindieron al nacionalismo, sin embargo, han terminado asumiendo sin saberlo muchas de sus anomalías. Y, en general, la sociedad catalana ha banalizando el mal que emanaba del régimen nacionalista. Lo que explica por qué muchos catalanes de buena voluntad estaban más preocupados ante la perspectiva de la restauración de la legalidad, es decir, la aplicación del artículo 155, que ante la firma de un nuevo pacto con el diablo. O que llegaran a creer que la aplicación de la ley traería consigo el Apocalipsis, como si las salvaguardas democráticas fueran armas de destrucción masiva. Y es que en Cataluña la pérdida del sentido de la realidad ha sido, a lo que parece, superior al resto de España. Lo cual es para nota, habida cuenta de que todos vivimos en una democracia de guardería.
40 años dan para mucho. Y la grandilocuencia nacionalista ha calado como una lluvia fina, no sólo en los más fanáticos, sino en los que a priori no lo parecen. Así pues, más allá de aplicar la ley a los sediciosos, el verdadero reto es devolver la normalidad a una sociedad deformada. Para lo cual, unas elecciones no parecen suficiente garantía, habida cuenta de lo poco fiables que resultan los políticos cuando se trata del largo plazo.
Así pues, por más que le disguste a Borrell, mejor será que durante un tiempo los españoles sigamos hiperventilando. De lo contrario nos darán gato por liebre, es decir, una reforma constitucional que abunde en los errores cometidos, como si antes del 21 de diciembre no hubiera pasado nada.