Navegando por las aguas cristalinas de la memoria encuentro un antiguo espejo.
El fuego resplandeciente atrae las miradas y embelesa la imaginación.
Las llamas del hogar encendido generan espontáneas formas danzarinas.
El hogar calienta y acompaña el silencio o las conversaciones de los reunidos alrededor.
La ventana es la frontera transparente que comunica con el exterior.
El fuego y la ventana son símbolos que definen el hogar como caparazón de intimidad.
En el ruidoso mundo, retumban sin cesar los artefactos de la resignación social.
Las nuevas tecnologías eliminan la distancia y gestionan el tiempo a la velocidad de la luz.
El brillo de las pantallas encendidas sujeta y prende las miradas perdidas.
Miles de canales anuncian y programan, formando deseos y deformando la realidad.
Una calidoscópica ventana penetra en nuestra casa sustituyendo al fuego del hogar.
Ventana anulativa por donde entra la arrogancia de la corte y los bufones atolondrados.
Terremotos y detergentes, guerras y deportes son miniaturas que se mueven en el salón.
Voces domesticadas, vertidas en la mente desde la infancia, reducen la memoria y la atención.
Suplantando a la madre, al padre y al maestro, la televisión se convierte en la nueva niñera, providencia de hogares divididos o de padres muy ocupados.
Anonadados espectadores son congregados al perverso guateque catódico.
Una omnipresente feria de vanidades producida por poderosos oligopolios sin control.
Violencia gratuita, mediocridad política y vulgaridad social son su trivial cultura devastadora.
El eclipse moral, cultural e intelectual responde a la fascinación que sustituye al juicio crítico.
Enseñanza, cultura, comunicación e información son hoy una única corporación ideológica.
Los medios de propaganda de masas emiten lo accesorio y omiten lo fundamental, ninguneando a quienes sostienen criterios disidentes a las opiniones dominantes.
La telepapanata nos encierra en la caja cínica, enmarañando la realidad del mundo con su fetichista perorata virtual.