Hay algo en el independentismo catalán que huele a artificio, a superstición y superchería, como si hubiese sido concebido en una redoma de sacristía. Sus esencias intangibles no están en la hermosa lengua catalana, sino que sus orígenes parecen programados entre sotanas rancias y color negro de Corte del Siglo de Oro.
Con el fin de debilitar “sólo hasta cierto punto” a España, Voltaire, en el El Siglo de Luis XIV nos hace una descripción de Cataluña cercana al paraíso terrenal, que tiene todos los recursos materiales para independizarse, y que el resto de España, árida y pobre, opera sobre ella como un marmolillo tontón que no la deja desarrollar con plenitud. Es así que parte de estas páginas voltairianas colaboraban “tendenciosamente” al naciente mito de Cataluña. Pero la honestidad intelectual de Voltaire le impide dejar la cosa así en su obra inmortal, y se siente en la obligación de compensar un poco con la verdad, describiendo el venero de un odio que al propio ilustrado francés llega a asustar. El mismo Voltaire se estremece cuando relata el salvajismo de la plebe catalana y de numerosos curas y monjes, ebrios de odio y de superstición, contra la minoría castellana que habitaba en Barcelona en los inicios de la Guerra de Sucesión. Saquean sus casas, degüellan a hombres y a niños, violan sistemáticamente a las mujeres (también los santísimos curas), incluso a la Duquesa de Popoli. Menos mal que los propios ingleses, al mando del gentil Peterborough, una vez tomada la Ciudad para la causa del Archiduque Carlos, consiguen reprimir a las turbas y salvan paradójicamente, por piedad y caballerosidad inglesa, la vida de sus enemigos castellanos que habían sobrevivido a la matanza y las de sus mujeres y niños, y los ingleses los cuidan, los protegen y los consuelan mientras son dueños de Barcelona. Los españoles se quedaron confundidos al ver tanta magnanimidad en aquellos ingleses que, aunque herejes, fueron sus Ángeles Custodios, pues que los salvaron de una muerte cierta a manos de un populacho catalán despiadado, envenenado entonces por sacerdotes degolladores y violadores. Cuando Barcelona fue recobrada por Felipe V les quitaron a los catalanes la mayor parte de los privilegios, respetando la vida y los bienes de todos los barceloneses. Y de todos los curas y monjes que habían sublevado al pueblo y habían envenenado su simple corazón, y combatido contra España sólo hubo sesenta castigados; hasta se tuvo la indulgencia de condenarlos sólo a galeras. Cataluña se pacificó y volvió a ser hermosa la parte, según Voltaire, más bella de Europa. Además, el Rey, con la intención declarada de dar los mismos derechos a todas las regiones que configuraban España, otorgó a los catalanes la posibilidad de comerciar también con las Américas, y cualquier otro territorio del Imperio Español.
Esto es, lo mismo que en el caso vasco, la Iglesia está “ab origine” detrás del nacionalismo catalán más montaraz. Por eso el nacionalismo es una mitología sensu stricto. Todo el nacionalismo español hirsuto, violento y fanático nace de la superstición religiosa sostenida por curas trabucaires herejes, que en nada representan el dulce mensaje cristiano y mucho menos el catolicismo filántropo. A ese clero lo hemos vuelto a ver estos días en Cataluña. Desde que al obispado, gracias al modernismo y el aggiornamento, pueden llegar curas medio analfabetos, horros de cualquier vestigio de latín, la Iglesia se encuentra en una situación preocupante. Esto ya lo barruntaba el santo y docto Papa Benedicto XVI en una preciosa epístola a todos los obispos en el inicio mismo de su pontificado. Y se marchó sin conseguir que el clero le ayudase a cumplir sus deseos de sensibilidad cultural y fino gusto. Nada se puede conseguir con curas trabucaires. Hasta los Papas mismos ya dimiten.
De lo que tenemos que tener mucho cuidado los españoles no catalanes es no confundir al pueblo catalán con el nacionalismo independentista catalán, que es donde precisamente nos quieren hacer caer esos independentistas nacionalistas – trabuciares laicalizados -, más estadólatras, desde luego, que nacionalistas. Ni la hermosa tierra española que es Cataluña ni los diligentes habitantes de aquella región tienen la culpa de esta loca aventura política.
Como tribunos que aspiran a la tiranía con tenacidad criminal, bajo el signo torvo de la “lex sacrata”, los nacionalistas independentistas imponen su voluntad despótica por medio de un sistema de linchamiento. Si tras el referéndum sedicioso, la secesión y sublevación general contra España se hace efectiva, la aplicación del Artículo 155 de la Constitución tendrá que revestir ya formas graves. El Estado necesita recuperar inmediatamente las ciudades y pueblos desde las que se expulsó a la Guardia Civil y la Policía Nacional. No puede quedar ninguna isla libre en esta Cataluña con un gobierno palmariamente sublevado de la presencia de quienes custodian el honor de la patria común. Cuanto más tarde el Estado en recuperar todos los territorios catalanes, más dolorosa saldrá la felonía nauseabunda del gobierno catalán, perfumado de incienso rancio. El pueblo español tiene todo el derecho del mundo a pedir a sus gobernantes que se aplique la ley y se castigue al delincuente, pues si ya no es lícito exigir castigo de delitos cometidos, entonces se está ya cerca de que estén permitidos aun los mismos delitos; y, como decía Quintiliano, “si se deja a los malos campar por sus respetos, con toda seguridad se está en contra de los buenos” ( et licentiam malis dari certe contra bonos est ). El gobernante no podrá jamás tolerar las conspiraciones que se tramen contra el Estado, no porque se sienta deseoso del castigo de los culpables, sino con el objeto de salvar al Estado y el bien común.