Ayer se difundía en Twitter una imagen que, a diferencia del burdo fotomontaje donde se emulaba la toma del monte Iwo Jima en la IIGM, no estaba trucada. En esta otra fotografía, casi de Premio Pulitzer, se veía ondear una bandera comunista que destacaba sobre las esteladas, con su hoz y su martillo de un blanco inmaculado y el fondo de un rojo muy vivo. Se recortaba sobre el cielo celeste de Barcelona como la herida de una fractura abierta, más que anunciada, promovida por una izquierda que hace tiempo empezó a ocupar el espacio de la derecha supremacista catalana.
A pesar de ser una imagen bastante más discreta que la ofrecida por ese grupo de jóvenes que saltaron al estrellato por cantar el Cara al Sol voz en cuello, resultaba mucho más inquietante. La extrema derecha sigue siendo marginal en España, aunque algunos se empeñen en lo contrario. Sin embargo, la izquierda lleva tiempo creciendo y multiplicándose, adoptando nuevas formas y ocupando ayuntamientos, comunidades… y está muy bien organizada. De hecho, hoy su presencia se intuye detrás de cada conflicto, detrás de cada algarada. Y quizá esa bandera roja que discretamente se enseñoreaba del cielo de Barcelona fuera algo más que una metáfora.
En efecto, hay un nuevo actor en Cataluña que poco tiene que ver con el viejo nacionalismo, aunque todavía vaya de su mano. Es la vieja izquierda reinventada, la populista; la que, cuando la prosperidad capitalista convirtió a los proletarios en clase media, tuvo que agachar la cabeza y buscar nuevos caladeros. Y con el tiempo, terminó pastoreando minorías para, más tarde, inventarlas.
Para esta izquierda cada conflicto es una oportunidad; cada diferencia, una desigualdad, cada frustración, una injustica; y cada sentimiento, un tesoro. Cierto es que esta izquierda transformista no es exclusiva de Cataluña, sin embargo, es en esta región donde ha progresado a mayor velocidad. El buen clima, una situación geográfica privilegiada, una mayor riqueza, mucho mimo y, sobre todo, una educación manipulada por el nacionalismo, alumbró una generación encantada de haberse conocido, proclive a mirarse el ombligo, a pensar que todo el monte es orégano y a creer que para coronar las más altas cimas basta con juntarse y desearlo. Una forma de ser, creer y sentir que se ha contagiado de hijos a padres, y no al revés como sería lo lógico. Allí son los hijos, bien aleccionados, los que influyen en unos progenitores que buscan desesperadamente un lugar en la Cataluña inventada.
Este narcisismo es el material perfecto para un activismo obsesionado con desmantelar lo preexistente y someter a terapia a todo hijo de vecino. Y al que no se adapte, lo señala. En realidad, mucho hay de sentimiento de venganza, de ajustar cuentas con España, pero también con ese capitalismo que convirtió la izquierda un trasto inútil.
Pero a falta de proletarios hambrientos, bien valen los sucedáneos, como los que fabrica en cadena el victimismo nacionalista, ese mentira que los viejos padres de la patria catalana fueron construyendo durante décadas, y frente a la que los sucesivos gobiernos españoles hicieron la vista gorda, pendientes como estaban de sus intereses de partido.
Así, paso a paso, cesión a cesión, transferencia a transferencia, la idea de España fue desapareciendo del imaginario colectivo en Cataluña. En su lugar se ha instaurado una historia a la carta, un sentimiento localista, antisistema y muy sobrado, primero a mayor gloria de los viejos virreyes; y después, de los tiranos de la izquierda, que han añadido un grado de odio desconocido.
En esta nueva Cataluña prometida por la izquierda, la vida será gratificante, nunca antipática. Y para obrar el milagro, bastará con sumarse a la masa que odia. A cambio de tan pequeño sacrifico, habrá gloria para todos los conversos. ¡Adiós puta España!
La combinación del nacionalismo y la izquierda mágica ha engendrado un monstruo fascista-comunista-populista. Un engendro frente al que unos miles de policías poco pueden hacer, salvo soportar sus vejaciones y alimentar su propaganda. Si se quiere recuperar el terreno perdido, no hay otra receta que sangre, sudor y lágrimas, esto es, aplicar el artículo 155 con todas sus consecuencias y apretar los dientes hasta que escampe. Y que los directores de los diarios internacionales confeccionen las portadas que les plazca.
Sin duda aplicar el 155 será demasiado para una prensa occidental enferma de corrección política, para la que una imagen vale más que mil verdades. Demasiado también para un régimen muerto, pero aún pendiente de las exequias, cuyo último baluarte es un registrador de la propiedad al que esto le viene, no ya grande, sino inmenso. Del vil Pedro Sánchez nada cabe esperar y sobre Pablo Iglesias mejor guardar silencio. El único que parece estar a la altura es Albert Rivera. Pero habrá que esperar a que las presiones aumenten para comprobar si su coraje es flor de un día o tiene recorrido. Porque en política del mañana nada se sabe.
En cualquier caso, que nadie se engañe: los nuevos secesionistas no quieren negociar, quieren separarse, si puede ser en condiciones ventajosas. Y si no, les da lo mismo. Lo suyo es el chavismo separata. La Europa de Merkel no nos va a hacer el trabajo sucio, ni siquiera nos dará demasiado cuartelillo, al contrario: podría obligarnos a ir a la guerra con un palo. Por eso es mejor anticiparse. Sin miedo, porque precisamente ha sido la cobardía y el corto plazo lo que nos ha llevado hasta el borde del abismo.
Cataluña es nuestro problema, pero también nuestra oportunidad, otra más, en el camino hacia la constitución de un nuevo régimen democrático, esta vez sí, con todas las garantías, donde sea el individuo quien controle al Estado y no el Estado al individuo. Una democracia donde la legitimidad sea, por fin, a prueba de activistas y corruptos. Y donde haya autoridad bastante. Difícil pero no imposible. De peores embolados hemos salido.