El Mundo Clásico, de Platón a Macrobio, dejó sentado muchas veces el aserto anheloso de que sólo pueden dedicarse a la política los hombres buenos y bien formados moralmente. Además de una buena inclinación innata se exigía del político en numerosos textos de filosofía y retórica que mejorara sus costumbres por medio de los estudios (“mores ante omnia oratori studiis erunt excolendi”) y tratar a fondo toda ciencia que tenga que ver con la honradez y la justicia, sin lo cual no puede haber un hombre honrado ni que sepa hablar bien. Con frecuencia creemos que la virtud se tiene sin esfuerzo, sólo por haber nacido bueno, con un alma sana. No es verdad. La virtud se fortalece en el contacto con la filosofía moral, que nos enseña pautas de buen comportamiento moral, a fin de concretarse en hábitos de conducta honrados. Las lecturas buenas nos ayudan a ser buenos, nos afinan la sensibilidad moral, y nos apartan de las malas acciones.
El don de la palabra mana de los más profundos veneros de la sabiduría – de la vida -, y por eso durante muchos siglos fueron maestros de Ética los mismos que enseñaban la oratoria política.
Antes de seguir con el artículo, debemos prevenir al lector de que la formación moral del político no está dentro del marco de los Manuales que desde Jenofonte con su Ciropedia enseñaban al príncipe a gobernar el día de mañana o el mismo día de hoy, y que forman parte de un milenario género literario ya de por sí muy nutrido de obras producidas en el Mundo Clásico, Edad Media, Renacimiento (Maquiavelo con su Príncipe ) y que se mantienen hasta la Ilustración. Entre nosotros cabe destacar la magnífica obra del Barroco Empresas Políticas, del murciano Diego de Saavedra Fajardo, primorosamente editada en su día por Manuel Fraga Iribarne. También podríamos citar el medieval Libro de los Estados, del Infante Don Juan Manuel.
No, aquí no tratamos de la formación moral del príncipe, cúspide o fastigio del Estado, sino del político profesional que generalmente actúa en una Democracia, bien en forma de República o de Monarquía. El político, moralmente bien formado, debe ser un “sapiens” con genuino sabor nacional, que muestre ser verdaderamente un hombre de auténtico sentir ciudadano, no en debates o discusiones esotéricos, sino en la experiencia de la vida real y en sus obras. El político debe estudiar siempre y profundamente a los autores que proponen enseñanzas sobre la virtud, para que su vida esté unida con el saber del bien y de lo honesto. Y qué duda cabe que obras como Pasiones de servidumbre de Antonio García-Trevijano representan una actualización de esa preocupación clásica por la formación moral del político.
Toda aquella parte de la filosofía moral, que se llama Ética, está ya ciertamente por entero a disposición del político con conciencia virtuosa. Y apenas puede citarse un asunto político que en alguna parte suya no encuentre un tratamiento de la equidad y el bien. ¿Qué fundamento de la persuasión política hay que esté separado de la pregunta acerca de lo que es honesto?
Parafraseando a Catón, el político es un hombre honrado que sabe expresar los anhelos del pueblo. Porque si la fuerza de la palabra llega a pertrechar al político para su mal empleo, ninguna cosa existirá más perniciosa para los intereses de la comunidad. Si las armas de la oratoria las tiene un bandido, no existe mayor peligro para la sociedad. Porque mejor sería nacer mudos y carecer de toda razón que emplear las dádivas de la Providencia en nuestra recíproca ruina. El político catoniano debe defender siempre el bien sin ninguna componenda, pues no hay en un mismo pecho consorcio alguno entre lo honesto y lo deshonroso, y pensar lo mejor y lo peor al mismo tiempo es tanto menos propio de un mismo espíritu como no lo es en un mismo hombre el ser bueno y malo. El posibilismo político es un crimen moral. Los intereses de partido no pueden jamás justificar una esquizofrenia moral. Sólo un político malvado puede mantener una equidistancia entre el bien y el mal. Por ejemplo hoy no se puede tener un discurso equidistante entre la unidad nacional y la sedición en Cataluña, porque constituye una incoherencia pervertidora.
¿Quién no ve que la mayor parte de un discurso político consiste en la consideración de la justicia y el bien? ¿Podrá un hombre perverso e inicuo hablar de estos valores como pide la dignidad de estos principios? ¿Podemos regalar el egregio nombre de político a un traidor, a un prevaricador, a un malversador, a un desertor? Defender siempre a los inocentes, tener a raya a los malvados o estar al lado de la verdad contra la calumnia son acciones de moralidad. A los políticos honrados nunca les faltará la palabra buena, nunca el hallazgo de las más nobles y mejores ideas. Es así que la formación moral del político debe ser una acuciante exigencia social. No es verdad que el político tenga que calumniar e injuriar a su adversario, engañarlo y hacerle trampas. No sólo no es verdad, sino que tampoco puede. Debe vencer a sus adversarios con el ejemplo y con sus ideas a favor del bienestar público. Un político tramposo supone la derrota de toda la política.
Toda actividad política, en fin, supone una acción moral, un combate del bien, o interpretación del bien, contra el mal, o interpretación del mal; si bien casi siempre la espontaneidad moral del político, si tiene una buena formación moral, descubrirá lo que es bueno en sí, lo mismo que lo que es malo en sí.
Finalmente, junto a la autoexigencia de sabiduría moral que debe imponerse el político, está la obligación de la transparencia pública de todas sus acciones políticas. Una transparencia que se traduce a la rendición de cuentas ante la comunidad – la “euthýna” del Mundo Clásico -.Es así que la formación moral y la transparencia son las dos principales garantías de que las acciones políticas sean correctas.