La democracia es poder hacer manualidades en el Congreso, dijo al diputado Rufián, en el Parlamento, la vicepresidenta del gobierno María Soraya.
Rufián no es un cocotólogo. Cocotólogo fue Carandell, que hizo en la tribuna de prensa las pajaritas de la Santa Transición, y su maestro, Unamuno, cuya crisis espiritual de 1897 le dejó un miedo aprensivo a la parálisis, que le llevó a escribir con una pluma ancha de caña y a amasar bolitas de miga de pan y a plegar papeles haciendo pajaritas rectorales. Otro demócrata.
–Y si no, que venga Montesquieu y lo vea –añadió, como argumento de autoridad, María Soraya.
Hombre, María Soraya: Montesquieu, antes de resultar muerto en efigie por el director teatral Alfonso Guerra, escribió dos cosas en “El espíritu de la leyes” que no deben de salir en las oposiciones para la abogacía del Estado. Una: “Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo están reunidos en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura, no hay libertad”. Y otra: “Si el poder ejecutivo fuera confiado a un cierto número de personas sacadas del cuerpo legislativo, no habría ya libertad, porque los dos poderes estarían unidos, y las mismas personas tendrían a veces, y podrían siempre tener, parte la una en la otra”. Así que si Montesquieu entrara al Congreso y viera a Rufián con la impresora de las manualidades seguramente pensaría: “¡Otro ‘telepollas’!” (hallazgo lingüístico de Cela); pero no lo echaría para atrás tanto como ver en la sede del poder legislativo el banco azul del poder ejecutivo, con lo que Montesquieu no nos vale para darnos pisto. Podría valernos Francisco de Miranda, un español que fue más lejos que Montesquieu en materia de separación de poderes, pero murió de asco en una prisión de Cádiz.
Cruje el casón por Cataluña, y en el patio del gran alienista doctor Esquerdo resuena Ortega: “La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas…”