La crítica de la izquierda social a la reforma constitucional pactada entre los dos grandes partidos de estado para poner topes al gasto público es el reconocimiento de la legitimidad de la Constitución de 1978. Por un lado, se critica la reforma en cuanto a método y formas empleadas; y por otro, en cuanto al fondo, porque ataca los contenidos de carácter social recogidos en el texto reformado.
Ambas razones significan, al fin y al cabo, asumir que, sin esta reforma, la Constitución no sólo es válida, sino legítima y que el nuevo consenso de los partidos de estado la devaluaron con agresiones de forma y fondo. El infantilismo alcanza cotas inimaginables al asirse al referéndum como única forma posible de convalidar esa imposible legitimidad. ¿Acaso de votarse la reforma y obtenerse un resultado favorable se revestiría de legitimidad constitucional a su contenido? Es tan ilegítimo constreñir vía reforma constitucional el gasto de futuros gobiernos como obligarles a incurrir en un nivel mínimo de gasto.
La superficialidad de criticar la reforma constitucional por su forma y contenido invocando los derechos recogidos en la propia constitución es legitimar al texto en sus restantes previsiones y aún la ausencia de un período de Libertad Constituyente en España. La crítica desde el punto de vista de la democracia formal es mucho más profunda al partir de la recusación integral de esta Constitución por no constituir nada, ya que no separa en origen los poderes estatales ni instituye principio representativo en modo alguno.
Porque esa, y ninguna otra, es la función de una Constitución. La introducción en ella de catálogos sin fin de derechos individuales o sociales significa mezclar continente y contenido, lo político y la política. De ahí la añadida inutilidad de la reforma, que deja a la regulación por Ley Orgánica su propia efectividad dependiendo del gobierno turnante y, en todo caso, de potencias extranjeras.
En esta continua mentira, que es crimen sobre crimen, lo programático se convierte en excepción a la regla general en esa ceremonia de la confusión que es mezclar programas de derechos con la constitución de lo político. Listados consensuados por las pretensiones de las ideologías se suman en articulados tan extensos como ininteligibles e inútiles constriñendo la actuación de los futuros gobiernos según el mandato que la ciudadanía les imponga. Y mientras, a la separación de poderes y al principio representativo, ni se les ve ni se les espera.