La Democracia estableció como modo de alcanzar el poder la exhibición pública del discurso político que quiere desde el poder llevar a cabo sus propuestas. Diríase que la “eleuthería” (libertad) con su concreción en “isêgoría” (libertad de expresión política) aspiraba a sustituir la fuerza o la riqueza por la palabra libre que transportaba en ella misma el “lógos” triunfador. Aunque ello evitaba alcanzar el poder político con una inversión de cruenta dosis de dolor y muerte, civilizándose el juego del poder en ese sentido de no violencia, no todos, sin embargo, admitían sin condiciones esta forma incruenta de alcanzar el poder. Porque la palabra, aunque no te destroza el cuerpo ni te mata físicamente, puede corromper el alma de los ciudadanos, que para algunos sofistas, como Gorgias, es mucho peor. En sus discursos sobre Helena y Palamedes, Gorgias demuestra que la seducción puede ser peor que la violación – en cuanto que no hay mayor violencia que la mujer que se entrega engañada – o que la calumnia y la mentira son peor que la opresión – se decide matar a un inocente gracias a pruebas falsas -. La oratoria de Paris y de Ulises hace más daño que los abusos de Agamenón, pues con ella se consigue hacer el mal con la aquiescencia de las propias víctimas (Helena y los engañados asesinos de Palamedes). Es así que a partir de Gorgias se asienta un principio incuestionable tanto en la oratoria política como en la jurídica: el orador debe ser un hombre bueno. Sólo pueden llegar a hablar al pueblo los hombres honrados. Todos los tratados de oratoria tienen en su frontispicio ese principio: La principal característica del orador, su fundamento, es su honradez. “Neque enim esse oratorem nisi bonum virum iudico et fieri, etiam si potest, nolo”. Sentencia Quintiliano. Esto es: “pues según mi juicio, no puede ser orador sino el hombre honrado, y si otro distinto llegara a ser, si es que también puede, no lo quiero”.
La oratoria política o deliberativa posee la kúrosis, que diría Gorgias (“soberanía” o “señorío”), sólo si el que la practica es honrado. Aunque el género literario de la Oratoria, en su triple clasificación tradicional, es una preciosa flor de la libertad política y la Democracia es su nodriza (vid. Perì Hýpsous, del optimista y, a la vez, melancólico Longino), cuando no se usa para el bien supone un arma de destrucción moral terrible. El propio Quintiliano reconocía con hondo dolor para qué sirve la oratoria en manos de abogados y politicastros: “ad vilem usum et sordidum lucrum accingimur.”
La Retórica nació de procesos sobre la propiedad. Hacia el año 485 a. C. dos tiranos sicilianos, Helón y Hierón, decretaron deportaciones, traslados de población y expropiaciones para poblar Siracusa y adjudicar lotes a los mercenarios; cuando fueron destituidos por un levantamiento democrático y se quiso volver al “ante quo” con la instauración de la libertad política hubo innumerables procesos, pues los derechos de propiedad estaban confusos. Estos procesos eran de un tipo nuevo, acorde con el nuevo régimen de la Democracia: movilizaban grandes jurados populares ante los cuales, para convencer, había que ser “elocuente”. Esta elocuencia, por pura necesidad del régimen político y de su funcionamiento, se convirtió rápidamente en objeto de enseñanza. Los primeros profesores de esta nueva disciplina fueron Empédocles de Agrigento, Córax, su discípulo de Siracusa – el primero que se hizo pagar las lecciones – y Tisias.
Es sabroso comprobar que el arte de la palabra está ligado originalmente a una reivindicación de la propiedad, al amor al suelo de uno, como si el lenguaje, en tanto objeto de una transformación, condición de una práctica, se hubiera determinado, no a partir de una sutil mediación ideológica (como ha podido suceder en tantas formas de arte), sino a partir de la socialidad más desnuda, afirmada en su brutalidad fundamental, la de la posesión territorial: nosotros hemos comenzado a reflexionar sobre el lenguaje para defender nuestra propiedad y la búsqueda de la felicidad personal. El discurso en libertad expresa como ninguna otra cosa lo que somos, y aun siendo a veces mezquino su contenido, refleja gracias a él la naturaleza humana sin estorbos políticos.
Ahora bien, la oratoria sigue civilizando a la ciudadanía libre aunque ésta sirviese sólo para defender los intereses más tangibles y obscenos. Sin ella la democracia no podría civilizar, con todo el peligro que este hecho representaría para la propia subsistencia de la propia Democracia. En general la canalla y los pueblos bárbaros, enemigos de la Democracia, suelen gustar más de los discursos horros de oratoria y de arte, pues que a las gentes bárbaras y salvajes les gusta más, según Quintiniano, derribar una puerta que abrirla después de llamar (“effringere quam aperire”), romper el problema antes que solucionarlo (“rumpere quam solvere”), arrastrar antes que conducir (“trahere auqm ducere”), combatir, en fin, sin reglas en “un todo vale”, antes que jugar respetando las reglas de juego y la persona del adversario (vid. Inst. Orat. Liber II, cap. XII). Yo mismo, como humilde portavoz de mi partido en el Excmo. Ayuntamiento de Valdepeñas, he sufrido de la ignorancia y gusto bárbaros de algunos “oyentes” o “clientes” de mi discurso, ajenos a cualquier escuela de oratoria. Por lo demás, muchos ciudadanos no entrenados en la oratoria de la democracia gustan de tomar al simple maledicente por hombre libre, al osado por valiente, al charlatán por rico en palabras, al descarado por contundente, a los gritadores por declamantes. Por lo demás, los hombres oyen con muchísimo gusto las cosas que ellos mismos no hubieran jamás querido decir.
Por otro lado, es un hecho palmario que los grandes discursos, las grandes joyas oratorias que están en nuestra memoria, se han fundamentado siempre en los principios más nobles, ampliamente compartidos por la inmensa mayoría de personas que aún tienen sensibilidad y se conmueven positivamente ante la belleza y el bien. Belleza y bien en la gran oratoria van siempre juntos. Tan es así que grandes oradores que hicieron el ejercicio ciclópeo de hacer bellos discursos a partir de causas o principios innobles jamás consiguieron crear belleza y atraer a las almas justas. Al contrario, lo malo nos parece peor cuando se intenta salvar con el arte del bien hablar. Así, el gran Polícrates de Atenas, orador y profesor de Retórica en tiempos de Ptolomeo Filadelfo (285-246 a. C), hizo un discurso con todo el aparato retórico en alabanza de Busiris (mítico rey de Egipto, que sacrificaba a sus huéspedes), otro en elogio de Clitemnestra (esposa y asesina de Agamenón), y un tercero contra Sócrates. Y, a pesar de su esfuerzo literario, Polícrates no pudo conmover a nadie alabando a aquellos héroes infames. La oratoria siempre fracasa cuando choca con la espontaneidad del bien que tiene la conciencia pública, a no ser que ésta sea corrompida por el miedo o por el odio cerval o fanático. Como acertadamente declara Quintiliano: “Si no está presente la virtud, sin duda no podría existir un discurso perfecto”. Esto es, “si virtus non est, ne perfecta quidem esse possit oratio”.