“Cuando te reúnes con hombres y ‘te haces la rubia’, pero sin bajar la guardia, consigues muchísimo más”. Esta frase, extraída de una entrevista a Cristina Cifuentes ha bastado para que cayera sobre ella con toda su furia la floreciente industria política del agravio y la identidad. Décadas de lucha, de activismo, de reivindicaciones feministas, se vieron al parecer seriamente amenazadas por obra y gracia de esa simple frase, pronunciada, para mayor gravedad, por quien ocupa un alto cargo institucional como es el de Presidenta de la Comunidad de Madrid.
Como suele suceder, la frase en cuestión fue dicha dentro de un contexto más amplio y de manera desenfadada o, si se prefiere, frívola. Sea como fuere, en un fatal exceso de confianza, Cristina Cifuentes abandonó el seguro y aburrido tono institucional, con el que los políticos hacen declaraciones inocuas, y cayó en la tentación de ejercer de heroína al confesar que se hacia ‘la rubia’ para que los prejuicios masculinos trabajaran a su favor.
De nada le sirvió ni el tono desenfadado, ni el contexto, ni tampoco que, al revelar su estratagema, estuviera dando la razón a quienes denuncian la prevalencia del machismo. A Cifuentes le pilló por sorpresa que el contexto, la intención y el humor no fueran en su caso eximentes. Muy al contrario, un ejército de expertos, que analiza e interpretar nuestras palabras mejor que nosotros mismos, tomaron el control. Y aunque, en el mejor de los casos, concedieran el derecho a la broma, sentenciaron que lo que subyacía en sus palabras es el sesgo subconsciente del machismo. Así, Cristina, por más que, como política de éxito, aspirara a ser ejemplo feminista, fue calificada de machista; y sus frivolidades, de agresiones. Al fin y al cabo, ¿que se puede esperar de quienes tienden a santificar el hiyab mientras satanizan los zapatos de tacón, como si ambas prendas fueran la cara y la cruz de una misma moneda?
Y es que, según la ‘teoría’ de las microagresiones, la intención no importa; la clave está en el sesgo inconsciente. Así se pueden construir macro-agravios a partir de una simple expresión, un dicho o cualquier afirmación banal. La idea es que, como las microagresiones están arraigadas en nuestra malévola cultura, se infiltrarán en nuestra mente y fluirán por nuestra boca sin que nos demos cuenta. Es nuestro inconsciente el que hablará, no nosotros. Nadie se librará de cometer microagresiones. Todos lo haremos porque no somos más que tomas de tierra, conectores de una cultura machista.
“Así que eres un hombre y te consideras un gran aliado de las mujeres. Incluso puedes identificarte como feminista y trabajar activamente para promover las metas de este movimiento. Todo esto es genial, pero no te da un pase cuando se trata de sexismo, y puedes estar perpetuándolo sin saberlo… Muchas veces, tus pensamientos, acciones y palabras no conscientes son todavía sexistas porque el sexismo a menudo está atrapado en aquellas cosas sutiles que haces sin siquiera darte cuenta de que las haces.”
Dicho de otra forma, bastará que alguien interprete cualquier palabra o expresión como una ofensa para que, en efecto, lo sea. Cualquiera podrá ser acusado de cometer un delito aun sin tener intención. Por eso, a Cifuentes de nada le servirá alegar que dos frases –”sin tacón no hay reunión” y “hay que ‘hacerse la rubia'”– son bromas habituales dentro de su equipo; mucho menos confesar que “cuando te reúnes con hombres y ‘te haces la rubia’, pero sin bajar la guardia, consigues muchísimo más”. Si pensaba que tal revelación sería entendida como un guiño a la causa feminista es que no ha entendido la dinámica de este perverso juego.
Con todo, lo peor es que, de forma voluntaria, ella misma se convierta en carne de cañón al afirmar a continuación que “aún existen muchosmicromachismos”. Con este intento de congraciarse, no hace sino engordar la teoría de las “microagresiones” que ha animado su propio linchamiento. ¿A qué obedece esta aparente confusión?
La razón es que las reivindicaciones que cuentan para los políticos son las puestas en evidencia por quienes saben hacer ruido y movilizarse para favorecer o dañar sus intereses electorales. Por eso tratarán de ganar su complicidad, aun a riesgo de desairar a sus votantes naturales. Desgraciadamente, cuanto más terreno ceden los políticos a la floreciente industria del agravio y la identidad, más se estrecha el lazo alrededor de sus cuellos, hasta que se estrangulan con sus “buenas intenciones”. Y es que, cuando las decisiones no atienden a puntos de vista objetivos y propios, sino subjetivos y ajenos, resulta imposible recordar dónde se enterraron las minas.
Gobernar de forma responsable exige dedicar mucho más tiempo a analizar las posibles consecuencias de nuestras decisiones que a escuchar a los asesores electorales, que solo alcanzan a ver hasta el último sondeo. Sin embargo, suele suceder al revés. Desgraciadamente, si nuestros actos solo temen a los sondeos, estaremos a merced de la subjetividad de las emociones, de los sentimientos, de quien pueda sentirse ofendido o quien tenga el desparpajo de colocar las palabras al mismo nivel que los actos, haciendo que la propia palabra sea delito. De este peligro no solo debería tomar buena nota Cristina Cifuentes, sino también Ignacio Aguado, visto el entusiasmo con el que se tiró en bomba a la piscina del agravio y no faltar al sagrado mandamiento de Rimbaud de ser absolutamente moderno.
Pero, más allá de los nombres propios, cabría preguntarse ¿qué habría pensado Albert Camus de una sociedad en la que pronunciar una simple frase provoca alaridos de furia, gritos, descalificaciones y sentencias tremendas?, ¿o Simone de Beauvoir?, ¿incluso Sartre? ¿En qué concepto tendrían a una comunidad bipolar que por un lado se jacta de tener la sangre fría para bromear a cerca de actos tan execrables como el asesinato y por otro pierde los estribos por un puñado de palabras frívolas?
No voy a responder a esta pregunta. Mejor dejarla en el aire, aun a riesgo de que en un entorno cada vez mas infantil muchos prefieran creer que la razón les asiste aun sin razonar, porque sí. Tampoco estoy sugiriendo volver a la época victoriana, desde luego. Pero entre eso y ser completamente idiotas debería haber un término medio.