Como es conocido, en el sistema político proporcional (Estado de Partidos) no hay representación alguna. Sólo existe la integración, disfrazada de representatividad, que no es verdadera representación. Los partidos políticos son órganos institucionales del Estado y los supuestos electores son tan solo refrendadores, o no, de las listas que elaboran los jefes de cada partido. Los diputados, así elegidos, son los representantes de su jefe.
La lealtad es para con su jefe, que es quien les paga y promociona, a cargo de nuestros impuestos. Y, por lo tanto, para el consenso en el reparto del botín, propio de la oligarquía de partidos.
En este contexto, ¿Qué sentido actual tiene el mandato imperativo, en el que el representante no tiene la potestad para sustraerse o modificar las instrucciones del representado? Pues que el diputado no tiene la potestad para sustraerse o modificar las instrucciones del jefe del partido que le ha puesto en la lista.
Pero, constitucionalmente, lo que se instaura es lo contrario, la prohibición del mandato imperativo. Y ello, aunque un diputado rebelde con la disciplina de partido pueda conservar su escaño en base al principio de representatividad.
Y esta es la realidad. Al respecto, recientemente, el PSOE ha decidido sancionar económicamente a los diputados que votaron “no” a la investidura de Rajoy, en base a sus propios Estatutos, por romper la disciplina interna de voto.
Por lo tanto, ¿Qué sentido actual tiene el art. 67.2 de la Constitución Española, cuando literalmente expresa que: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”?
Es un absurdo, incongruente con el sistema de Estado de Partidos. No se cumple, y, es más, no se puede cumplir. Es una contradicción insoluble, como expreso en 1927 el jurista alemán Heinrich Triepel (“La Constitución y los partidos políticos)”. Según Triepel, el Estado de Partidos no hallará legitimidad jurídica mientras tal prohibición perviva.
Pero, es que es más, la supresión formal de la prohibición constitucional del mandato imperativo en un Estado de partidos, o el reconocer legalmente que un diputado debe de seguir la disciplina de voto que marque el jefe del partido bajo pena de sanción, tampoco le va a dar “per se” mayor legitimación jurídica de la que puedan dársela los votantes que apoyan al mismo, el reconocimiento internacional y el mero paso del tiempo.
Y, además, no variaría en absoluto la realidad consustancial de la disciplina de voto dentro de los partidos, que se va a imponer necesariamente de acuerdo a la ley de hierro de la oligarquía propia de cada partido (Robert Michels, 1911, “Los Partidos Políticos”).
La legitimación autentica, o cuando menos la democrática, no es la basada en el Estado de Partidos, es la basada en la libertad política colectiva, y, por lo tanto, constituyente. Esa es la que reconoce mutuamente y no otorga, esa es la que respeta y no tolera. Esa es la que es honrada y no falsa, la acorde con el espíritu y no con la simple materia. Esa es la basada en la representación y separación de poderes, no en la integración forzosa en el Estado de Partidos.
Partidos, aquí y ahora, que otorgados formalmente como nudos constitucionales necesarios en el procedimiento electoral y parlamentario, ahogan el cuello de la representación conciudadana, de la libertad política colectiva.
Y en el contexto de la libertad política colectiva, la representación debiera de ser material, con el poder de elección, destitución y sustitución por parte de todos los conciudadanos a través del sistema de distritos uninominales personales y con unas instrucciones dadas a los verdaderos representantes que sean fiscalizables por los propios electores.
El mandato imperativo propio de la verdadera representación cobra aquí su pleno sentido. Y no en el sentido de representatividad, sino de verdadera representación. Porque, paradójicamente, en el mandato representativo no existe representación alguna. El diputado, de acuerdo con el principio falso de representatividad, no es un mandatario de sus electores, sino, supuestamente, un representante del pueblo en su totalidad, que, en la realidad actual, es un verdadero representante del jefe de partido que le ha puesto en su lista, reconocido constitucionalmente por una Carta Otorgada.