Ha sido estallar la crisis institucional del estado de partidos y comenzar el llamamiento desde la clase política al abrazo del texto constitucional del año 1.978 o a su reforma como formas de garantizar la igualdad ciudadana y la integridad del estado. Propugnar la ruptura se asimila a proponer la desintegración nacional y disolución de los lazos entre compatriotas. Se parte así generalmente de la idea preconcebida de que la solución a los problemas nacionales se encuentra en la constitución vigente, sacralizándola y obviando que precisamente los más importantes tienen su origen en dicha norma. Se impone pues, necesariamente, su recusación en aras ya no a garantizar, sino a crear las condiciones indispensables para alcanzar la libertad política que falsamente se presupone que gozamos.
No puede ser la solución al problema nacional un código principal que partiendo de una ficción roussoniana en su Art. 1.2 señala que la soberanía nacional reside en el pueblo para luego y a la vez atribuir a los partidos políticos el monopolio de la acción política en división de funciones y potente unidad de poder. Así, los electores quedan reducidos a meros espectadores pasivos del juego político que legitiman con su voto cada cuatro años. De ahí la quiebra entre la clase política y una sociedad civil sin intermediación, privando a esta última de las facultades de control y reproche de la actuaciones de aquella imperando por el contrario la ambición de partido, convertida así en primera razón de estado.
No es la solución invocar en aras a la unidad nacional la conservación de un sistema electoral que además de favorecer el proceso centrifugador del estado que actualmente padece el país, discrimina a la ciudadanía como sujeto de sufragio en virtud de donde radique su residencia. Tampoco lo es mantener la existencia de un poder judicial que no resulta independiente ni siquiera titularmente que se encuentra sometido directamente en gobierno y elección a los propios partidos políticos, y en el que además, el máximo responsable del Ministerio Público, activo democrático para la defensa del derecho, resulta nombrado mediante designación directa por el partido en el poder.
Tales evidencias no son apreciadas por la mayoría por el efecto anestésico que tiene el sistema de libertades individuales y derechos sociales otorgados sobre la conciencia de si se vive o no en auténtica libertad política. Así se sufren sus consecuencias, y en clara paradoja, se acude al propio texto para su remedio. Es cierto que también se recusa la constitución del 1.978 para propugnar la disgregación nacional y la desigualdad entre los ciudadanos, pero ello no es excusa para poner de manifiesto la necesidad de la ruptura en el sentido democrático, que precisamente tiene sus consecuencias contrarias.
Ruptura, con razones de pura democracia, que sirva para alcanzar una verdadera separación de poderes, que necesariamente implica un ejecutivo electivo de forma directa por todo el cuerpo electoral y de mandato limitado separadamente al cuerpo legislativo. Solo así acabará para siempre la impenitente búsqueda de mayorías absolutas como única forma posible de gobierno, que se convierte así en segunda razón de estado.
Lo que ya resulta no sólo paradójico sino insultante para los verdaderos demócratas, es que se trate de cargar sobre la idea republicana la nota separatista o desintegradora. Precisamente el actual sistema de Jefatura de Estado no representativa plasmada en un monarquismo parlamentario basado en la elección del gobierno por un parlamento que a su vez resulta elegido a través de un sistema proporcional de listas de partido lleva inevitablemente a pactar con los nacionalistas asegurando mayorías absolutas sin las cuales no se puede llegar a gobernar. Esta situación es la principal culpable de un irremisible proceso de centrifugación del estado a base de continuos pactos de transferencias competenciales, ya sea por Ley ad hoc o estatutariamente, en atención a conseguir la deseada e imprescindible “estabilidad de gobierno” tercera de las Razones de Estado.
La unidad del estado como garantía de la igualdad entre ciudadanos sólo se pude garantizar cabalmente mediante un sistema de representantes elegidos mayoritariamente por los ciudadanos por el más elemental principio Democrático de Igualdad de “un hombre, un voto” independientemente del lugar de España donde residan, legitimando la unidad del estado mediante una jefatura presidencial democráticamente elegida en sufragio de todos los mayores de edad y mediante la aplicación de las normas por Órganos Judiciales realmente independientes de todo mandato político de los partidos.