ALBERT BOADELLA.
Confieso que mientras no los conocí, yo fui unos de ellos. Aboné su terreno con mi propia ignorancia. Llegué a creer fanáticamente en la versión victimista de la historia que habían elaborado otros ignorantes como yo, aunque ellos con mayores atenuantes, ya que trabajaban con intereses a plazo fijo.
En ciertos momentos, estuve también deseoso de pasar cuentas con el enemigo natural de Cataluña. Incluso aproveché alguna oportunidad para ello. Un día, puse sobre el escenario un puñado de miembros de la Benemérita metamorfoseados en gallinas y descansando en las barras de su morada avícola.
Obviamente, la juerga invadió la sala. Así, exhibiéndolos para mofa y befa del respetable me sentía compensado de tantos supuestos agravios ¿A ver quien nos devolvía la vida del president fusilado? ¿Y la tortura y la cárcel de Pujol? ¿Y la persecución de nuestra lengua? ¿Y el maldito Felipe V? ¿Y la prohibición de participar en el botín de las Américas? ¿Y el contubernio de Caspe?
Si todo resultaba tan claro y la razón estaba de nuestro lado ¿Quién me mandaba desertar del lugar que me pertenecía por historia, por territorio, por sentimiento e incluso por raza? ¿Cómo pude abandonar aquel calor incestuoso de la tribu? ¡Y pensar que ahora podría estar de ministro de cultura en el tripartito…!
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que sólo una auténtica nimiedad fue la causa que arruinó mi brillante futuro tribal. Francamente, se me hacía difícil soportar de mis conciudadanos esta mueca que hacen con los labios y que pretende dibujar una sonrisa cómplice entre la élite patriótica.
Las sonrisas, en esta latitud del Mediterráneo norte no han sido nunca sonrisas relajadas y espontáneas; analizándolas con cierto detalle, da la sensación que mientras se mueve la boca se aprieta el culo. Pero aquellas sonrisitas condescendientes (máxima expresión del hecho diferencial) aquellos guiños de etnia superior, ciertamente, tuvieron la virtud de exasperarme. Son muecas crípticas, reservadas solo a los que ostentan el privilegio de pertenecer al meollo del asunto. Se trata, de una contraseña indicativa de los preconcebidos nacionales y que también, obviamente, compromete al mantenimiento de la omertá general.
Estas sonrisitas, ahora triunfantes, pueden encontrarse hoy al por mayor, y muy bien remuneradas, en las tertulias de la tele Autonómica. Aunque tampoco hay que mitificar sus contenidos. Acceder al código está al alcance de todos, es algo así como:
«Je, je, queda claro que no tenemos nada que ver con ellos, je, je, nosotros somos dialogantes, pacifistas, y naturalmente, más cultos, je, je, je, más sensatos, más honrados, más higiénicos, más modernos, je, je, si no hemos llegado mas lejos, je, je, ya sabemos quienes son los culpables, je, je, je».
También parece lógico que ganándome la vida sobre la escena, fuera precisamente un detalle expresivo el detonante capaz de conducirme hacia otra óptica del tema ¡Pero que sensación de ridículo cuando uno descubre que sin enterarse había estado trabajando gratuitamente para la Cosa Nostra!
Un día, a finales de los años 60, tuve que ir precisamente al templo económico de la Cosa Nostra camuflado entonces bajo el reclamo de Banca Catalana. Intentaba aplazar una obsesiva letra que gravitaba sobre el precario presupuesto de Els Joglars. Miseria naturalmente. Allí, me rebotaban de un despacho a otro, hasta que quizá convencidos de que también nos movíamos en el meollo de la cosa se dignaron acompañarme a la tercera planta donde estaba la madriguera del Padrone Signore Jordi.
Apareció entonces un milhombres bajito y cabezudo, cuyas maneras taimadas culminaban en la más genuina sonrisita diferencial. Parecía todo un profesional de la condescendencia y la mueca críptica. Sin mayores preámbulos, acercó su enorme testa al dictáfono, y pasando de todo recato, ordenó a su secretaria que le trajera el «dossier Joglars». ¡Me quedé petrificado! Media docena de titiriteros dedicados entonces a la pantomima, cuyo único capital consistía en nuestros pantys negros, merecíamos todo un dossier. El asunto se ponía emocionante. ¡Nos tenían bajo control!
Lamentablemente, no tuve tiempo de imaginarme demasiadas fantasías sobre el sofisticado espionaje, porque mientras aquel cofrade catalán del doctor No simulaba examinar atentamente el dossier, uno de sus incontrolados tics hizo resbalar sobre la mesa la totalidad del contenido. Eran dos recortes de prensa sobre nuestras actuaciones mímicas en un barrio de Barcelona. Nada más. Ya jugaban a ser nación con servicio secreto incluido.
Automáticamente, comprendí la magnitud de la tragedia, y algún tiempo más tarde, acabé constatándola cuando aquel notable bonsai del dossier, fue elegido hechicero de la tribu después de atracar el Banco, y endosar el marrón a los enemigos naturales de la patria.
¡Esta era la contraseña esperada por el país! La ejemplar hazaña cundió por todos los rincones, y bajo el lema: «Ara es l’hora catalans», que en cristiano viene a ser: «Maricón el último», los elegidos se lanzaron sin piedad al asalto del erario publico, con un éxito sin precedentes.
Ciertamente, es poco agradable pernoctar cada día en un territorio en el que te sientes cada vez más autoexcluido. Cuando no se tienen recursos suficientes para ser emigrante en la Toscana, quizá lo más sensato, sería pedirle asilo a Rodríguez Ibarra o Esperanza Aguirre. Porque de seguir aquí, al margen de la cosa uno debe imponerse terapias de distanciamiento, de oxigenación, de sarcasmo, de mucho vino, de gritos desaforados en la ducha…en fin, es necesario crear una estrategia de choque para no preguntarse constantemente si vale la pena interpretar el ridículo papel de Pepito Grillo.
En cierta manera los envidio. Debe ser formidable, escuchar diariamente el vocablo «Cataluña» 10, 20, 30.000 veces en los medios provinciales, y en vez de ponerse histérico blasfemando sobre la puta endogamia nacionalista, uno pueda seguir pensando que esta Cataluña a la que se refieren, es la tierra prometida.
Es admirable ser un poder fáctico con el prestigio de los perseguidos. Ser gobierno y oposición a la vez. Es fantástico, ostentar el título de Honorable por ser el más hábil encubriendo expolios. Ser nacionalista y además de izquierdas. Ser… tan… tan humanista-progresista-pacifista que cuando te asesinan a tu padre, como el pobre Lluch, al día siguiente, pides diálogo con los criminales ¡Eso ya es la leche de la exquisitez!
No digamos ya ser del Barça, ser de Esquerra Republicana, ser Cruz de Sant Jordi y reclamar el Archivo de Salamanca… Bueno, y oficializar manchas catalanas y ser Tapies ¡Eso ya es el sumum!
O sea, que vivir en este país y pertenecer a la cosa nostra es lo más cercano a la virtualidad del Nirvana. No tiene riesgo alguno y además, es tan fácil, que hasta los recién llegados en patera se enteran rápidamente de qué va el asunto aquí. Por eso, en mis momentos bajos, sigo preguntándome: ¿Cómo pude ser tan insensato de autoexcluirme del festín? ¡Y todo por una puñetera sonrisa étnica!