No es ningún secreto que en España, así como en otros países, los partidos dicen a sus diputados qué, cuándo y cómo votar. Este hecho, aparentemente inocente, presenta unas consecuencias que, por su importancia, merecen ser señaladas: la primera es que desplaza el poder del Parlamento a las cúpulas de los partidos –los auténticos centros decisorios–, mientras que la segunda es que se está aplicando, aunque sea de facto, el mandato imperativo que prohíbe la Constitución es su artículo 67.2. Por tanto, tomando este despropósito como punto de partida, ¿por qué no reducir los 350 escaños del Parlamento a tantos como formaciones haya representadas en él? De esta manera, bastaría con asignar a cada uno de los grupos de la cámara un número de votos equiparable al porcentaje de apoyos que obtuvo en las elecciones. Ese cambio, que al menos ahorraría algunos recursos, podría acometerse debido a que la deliberación parlamentaria actual es poco más que una mera escenificación.

Esa propuesta seguramente fuera técnicamente viable –insisto, solo técnicamente– porque, en realidad, el Parlamento español funciona como un sistema de delegados de las distintas organizaciones políticas del país, el cual se sostiene gracias a un mandato explícito en el que los partidos figuran como mandantes y sus diputados como mandatarios. Ese modo de funcionar está basado en el contrato de mandato proveniente del antiguo derecho privado romano, aunque ahora haya encontrado acomodo en la política. Sin embargo, es paradójico que sea inconstitucional establecer ese vínculo entre ciudadanía y diputados, pero no entre éstos y sus correspondientes partidos. Esta incoherencia puede mantenerse gracias al socorrido eufemismo de la «disciplina de voto» que, pese a haberse sostenido a base de sanciones y promesas, permite que las cúpulas de los partidos sean quienes realmente ejerzan el poder.

Es injusto, por tanto, que la ciudadanía no se guarde ningún control sobre sus teóricos representantes, mientras que los partidos tienen en su haber toda una serie de artimañas para dirigir, desde sus respectivas sedes, las votaciones parlamentarias. Esta situación sitúa a la ciudadanía en desventaja frente a los partidos, a la vez que plantea esta cuestión: ¿de quién son los diputados? Normalmente dicha pregunta es contestada recurriendo a tópicos como que los diputados representan al «pueblo». Pero, aunque el electorado fue el que con sus votos otorgó a cada partido un determinado porcentaje de poder, no hay que olvidar que son estas organizaciones las que colocan los nombres en esas listas sobre las que luego la población vota. Por esa razón también es insignificante que los procesos electorales se lleven a cabo sobre listas abiertas o cerradas. Al respecto, la mejor manera de subsanar este agravio sería que la ciudadanía tuviera también ese mandato imperativo.

Con todo, sabemos que gracias a la línea de pensamiento desarrollada por Edmund Burke –quien, amparándose en la figura de «nación», rechazó la idea de que solo representaba a los ciudadanos–, y también por Sièyes, el mandato imperativo no figura en muchos regímenes políticos actuales. Por consiguiente, hay unos representantes que afirman representar a sus representados, aunque sin que haya ninguna garantía de ello. Por eso se termina teniendo una representación vacía, sin sentido, fundamentada exclusivamente en una confianza entre personas que no se conocen. El resultado de este entramado lo vemos a diario: «brazos de madera» alzados al unísono, sin importar ni la deliberación ni búsqueda alguna del bien común. Mientras tanto, si algún diputado decide no acatar esa «disciplina de voto» puede ser multado y/o hasta expulsado de su organización política. Ahora bien, como el acta de diputado es personal, éste pasaría a formar parte del llamado grupo mixto. No obstante, tendría más difícil repetir en otras listas, ya que el grupo mixto no se presenta a las elecciones.

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