Terminada la dictadura del general Franco, comienza en España el franquismo. Un sistema materializado en el Estado de los partidos, que hereda el poder anterior y se lo arrebata a la sociedad civil para impedir la libertad política.
Cuando el caudillo, en su lecho de muerte coge la mano de Juan Carlos de Borbón y le dice: “Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España” lo que en realidad le está demandando es que impida la libertad política de la nación española para mantener la unidad de la oligarquía. Porque el dictador español concibe, de alguna manera, la nación como una entidad posterior al Estado y por tanto, propiedad de éste.
El monarca instaurado, contra la voluntad de su propio padre, y de forma leal y consecuente, colabora para integrar a todos los partidos en el Estado y de esta forma mantiene a la sociedad civil alejada e impotente, sin defensa posible, frente a toda la clase política. Asume así las tesis socialdemócratas alemanas, reinstauradas por los EEUU tras la II Guerra Mundial, y que se convierten en herederas del fascismo histórico haciendo suya la premisa: ‘El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu del pueblo. Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado’[1], virtualizando así las diferentes corrientes ideológicas en su seno e impidiendo la libertad civil para poderlas expresar o modificar.
Como consecuencia material de estas premisas, la creación de un Ministerio de Cultura, es una de las primeras medidas tomadas en julio de 1977 en España. No es necesario modificar un Ministerio de Justicia ya instaurado en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera[2] y que de forma prácticamente ininterrumpida desde entonces se ocupa de impedir la separación plena del poder judicial.
Como parte de la estrategia reformista de la transición, y que da paso al régimen del 78, se encuentra el aparentar un distanciamiento y oposición a la persona del dictador anterior y de sus principales figuras políticas; pero no de su esencia, su concepción autoritaria y vertical en el ejercicio del poder monolítico del Estado, que se realiza desde arriba hacia abajo, en sentido opuesto a lo exigido por la propia etimología de la palabra democracia. Esta exigencia meramente cosmética, parte de la iniciativas del PSOE y de un Partido Comunista que, traicionando sus principios de la mano de Santiago Carrillo, abraza enceguecido a sus enemigos naturales para participar del botín. Un partido marxista que pasa así a convertirse en una facción monárquica estatal, con estética republicana como parte de su decoración y que finalmente deviene en la actual Izquierda Unida, al borde ya de su extinción.
Todos los partidos, prescindiendo de ideologías e intereses particulares, confluyen en las premisas expresadas anteriormente; esto es lo que se conoce como ‘el consenso’ del régimen español, el espíritu de la transición, el orgullo de todas sus facciones y de lo que se pretende presumir ante el mundo, como ejemplo de acuerdo pacificador y dominador de las masas. Una pretendida derecha política y una supuesta izquierda, integradas ambas en el Estado, monopolizando el debate y arrebatándole la libertad política a la sociedad civil.
Un paradigma político que otorga las libertades personales y que del mismo modo, si lo estima conveniente, puede quitarlas. Unos derechos individuales que, si bien son hoy más numerosos que durante la dictadura militar de la que nace el actual régimen, han sido otorgados y no reconocidos por la mal llamada Constitución. No surgen de la libertad política colectiva de la nación, sino de unas leyes dictadas por consenso y pactos entre la oligarquía, es decir, de los partidos o facciones estatales.
En el seno de este régimen y como consecuencia lógica de su expresión material, brota la corrupción propia de todo sistema oligárquico y que en España se constituye como factor de gobierno, necesaria e inevitable para poder desarrollar la lucha política dentro del sistema. Los efectos finales y espectaculares de esta causa, en forma de crisis económica y con unos niveles alarmantes de paro, son percibidos progresivamente por la masa gobernada, la sociedad civil, estallando en forma de una multitudinaria congregación de personas en la madrileña Puerta del Sol (el 15 de mayo de 2011) y que pasa a conocerse desde entonces, como el ‘Movimiento del 15M’.
Un movimiento, no del todo espontáneo, que surge desde la indignación del ignorante que percibe los efectos desconociendo su origen y que, por lo tanto, es incapaz de aportar soluciones ni de oponer resistencia a los partidos del Estado, que inmediatamente reaccionan facilitando la llegada de Ciudadanos y Podemos, liderados por Albert Rivera y Pablo Iglesias respectivamente.
Unos partidos que, con la misma estructura orgánica de los anteriores, recogen los votos de los descontentos con otros partidos y de algunos opositores al sistema, alejándolos así de la abstención que perjudica la base de sustentación de la oligarquía. De este modo, los mal llamados ‘partidos emergentes’ anulan nuevamente la expresión de la sociedad civil y la reconducen, como un perro pastoreando a sus ovejas, por el camino del franquismo del que todos ellos son herederos directos, a pesar de sus diferentes estéticas.
El difunto Movimiento del 15M cuyos únicos mensajes certeros fueron los de ‘no nos representan’ y ‘lo llaman democracia y no lo es’, ha desaparecido completamente de la escena política española para ser fagocitado principalmente por Podemos y, en su parte menos visible, por Ciudadanos. Los partidos, paradójicamente, resultan ahora representados en la sociedad civil por sus defensores, en sentido radicalmente opuesto a lo exigido por una democracia donde es la sociedad civil la que, a través de sus representantes electos, tiene voz legislativa dentro de la composición orgánica del Estado.
La única fuerza constituyente legítima en una democracia es la de la nación en su conjunto, la que surge a través de la libertad política colectiva y que establece la separación de los poderes para defenderse y protegerse de ellos.
Porque una nación donde sus ciudadanos no cuestionan el poder, sea cual sea la ideología o doctrina política de éste, jamás podrá asumir una verdadera democracia y siempre se encontrará a merced de las pasiones que mueven, obligatoriamente, a cualquier clase política que la dirige. Porque las clases sociales, las distinciones sociológicas, las desigualdades materiales y cualquier otra clasificación de las particularidades de los individuos que la componen, son posteriores y deben nacer como consecuencia de la libertad colectiva de toda la nación. Y no es posible el Estado sin una nación previa y anterior a cualquier Constitución digna de ser designada como tal.
El Movimiento 15M, como organización política de acción civil, sin aspirar a representación alguna en los partidos del Estado, debió haber abogado por la abstención activa como forma coactiva de protesta, la ruptura con el régimen actual y la consecución de un periodo de Libertad Constituyente, donde la nación entera pudiera diseñar y aprobar una verdadera Constitución que estableciera la separación de los poderes. Donde el pueblo legisla a través de sus representantes electos (elegidos por distritos, de forma uninominal y a doble vuelta, con mandato imperativo) y el gobierno (poder ejecutivo) ejecuta las acciones propias de este órgano. Donde se garantiza la independencia del cuerpo judicial (y que ni siquiera debería considerarse como un poder) y donde, en definitiva, el pueblo gobernado, la sociedad civil en su conjunto, se protege de la pasión de poder de la clase política que, de forma inevitable, termina habitando siempre dentro de los órganos del Estado.
Porque esto es lo que constituye la base de una verdadera democracia formal y lo que la convierte en la forma más justa y avanzada (históricamente) de garantizar la libertad política, la lucha de intereses y el equilibrio de las fuerzas en conflicto. Alejada de ideas utópicas e irrealizables. Porque nada que no sea decidible en una democracia puede ser materializado y la unidad de España no se puede decidir, es un hecho dado por la historia; anterior al Estado y a cualquier Constitución (o Leyes Fundamentales del Reino ampliadas que es en realidad lo que tenemos). El separatismo existente es, en realidad, estatalismo igual que lo fue franquismo.
Y ahora, corran… ¡corran todos a votar!
[1] Frases de dos discursos distintos de Benito Mussolini en 1927 y 1934
[2] Con el nombre durante la dictadura de Ministerio de Justicia y Culto y que, posteriormente, con la llegada de la II República, pasaría a llamarse simplemente Ministerio de Justicia.